El filósofo francés Clément Rosset, recientemente desaparecido,
centró su reflexión en hablar de lo real como lo más evidente e
inevitable pero también lo que la mayoría de los pensadores, de Platón
en adelante, se han negado a considerar como tal, prefiriendo perseguir
la pista de sus dobles y réplicas ficticias que nos impiden tomarlo en
cuenta sin desvíos.
Si existe un ejemplo geopolítico de lo real como
algo inocultable pero a la vez insoportable e ingestionable, que
tratamos de duplicar institucionalmente para alejarlo de nosotros y así
“verlo mejor”, como dijo el lobo a Caperucita, es sin duda Europa.
Porque en este siglo hiperconectado, en el que las ambiciones, los
proyectos, los pánicos y hasta los rencores ligan necesariamente los
países de nuestro continente, el reconocimiento políticamente
consecuente de la realidad europea parece más difícil y complejo que
nunca.
En esa duplicación burocrática de Europa que es la Unión
instalada en Bruselas, siempre ha habido una lunatic fringe
parlamentaria de miembros que se negaban a ver lo real y proclamaban
fantasmas alternativos para evitar europeizar en serio. Pero eran una
minoría en el conjunto de las instituciones comunes. Ahora, creo que por
primera vez en su no demasiado larga historia, tras los comicios del 26
de mayo, podemos encontrarnos en una UE donde sean mayoritarios los
representantes de quienes no creen en la necesidad de la unión ni en la
realidad de Europa.
Es decir, donde se haya renunciado tanto a mirar
cara a cara a lo real como a fraguar un escudo en que podamos verlo
adecuadamente reflejado sin sentirnos petrificados por su difícil
imagen, como el que Perseo utilizó para poder contemplar la cabeza
coronada con serpientes de Medusa. Ni lo real ni su doble.
A diferencia de nuestros enfrentamientos y aparentes
incompatibilidades en cuestiones políticas, la cultura en Europa siempre
ha sido una realidad común. Ninguna persona sería considerada culta si
solo leyese a sus escritores locales o solo escuchara a músicos de su
país: Shakespeare, Dante, Velázquez, Mozart, Voltaire, Kierkegaard o
Kant forman parte de un patrimonio que compartimos y todos consideramos
como propio. Se ha visto hace pocas semanas en la reacción popular de
europeos de todos los países ante el incendio de Notre Dame.
La catedral
parisiense es efectivamente nôtre, nuestra, de todos: la
emoción que sentimos al creer perderla no fue simplemente algo estético o
religioso sino el dolor de sentir dañada nuestra propia identidad, lo
que somos. Seguro que hubiese habido una aflicción semejante en toda
Europa si el desastre hubiera ocurrido, por ejemplo, en Venecia... Es
cierto que esa comunidad cultural no la sentimos más que respecto a
ciertos grandes creadores o algunos lugares emblemáticos.
Los prejuicios locales o la simple ignorancia de lo que ocurre lejos
de nosotros limita mucho nuestro conocimiento (¡y nuestro disfrute!) del
arte o la literatura del continente que compartimos. Voy a dar dos
ejemplos. En mi juventud disfruté mucho con la serie de televisión Civilization,
concebida por Kenneth Clark para la BBC como una completa panorámica de
la cultura de Occidente.
Pero aunque sus capítulos eran sumamente
interesantes e instructivos, me extrañó que no incluyeran ninguna
contribución hispánica en arte, literatura o arquitectura. Cuando en una
visita a España un profesor amigo mío preguntó a sir Kenneth a qué se
debía esta ausencia, se limitó a responder que “no le habían encajado en
su esquema”.
Otro caso, aún más personal. Cuando una prestigiosa
editorial alemana se encargó de la traducción de mi libro Las preguntas de la vida,
me hicieron un ruego sorprendente: que suprimiese las citas de autores
hispánicos o latinos —de Borges y Antonio Machado a Italo Calvino o
André Gide— para dejar solamente las de anglosajones y germánicos. Se
justificaron diciendo que el público al que se dirigía la obra eran los
estudiantes de bachillerato y en Alemania esos alumnos no conocían a los
escritores mencionados.
Les contesté que el bachillerato es una época
especialmente adecuada para llegar a descubrir lo que se ignora... Por
supuesto, deben existir docenas de ejemplos semejantes en cualquiera de
nuestros países. Hago notar que este desconocimiento mutuo suele darse
en las llamadas materias humanísticas, pero no en la ciencia: ningún
científico serio puede permitirse el lujo de ignorar los trabajos de sus
colegas de otros países, por muy chovinista que sea.
Fue Voltaire, si no me equivoco, el primero que proclamó a Europa “un
país compuesto de naciones”. Y en el siglo XX varias voces distinguidas
han coincidido en recordarnos que “toda guerra entre europeos es una
guerra civil”. Cuando se habla de la Unión que desde hace décadas
tratamos de formalizar y depurar, unos hablan con desdén de la Europa de
los comerciantes, otros con respeto de la Europa de los Estados
democráticos, algunos con un entusiasmo un poco demagógico de la Europa
de los pueblos.
Pertenezco al grupo de los que —sin menospreciar a los
comerciantes, a los Estados y a los pueblos— quieren una Europa de los
ciudadanos. En los inicios de la Unión, se entendía que el objetivo a
conseguir era una ciudadanía europea, que no sustituyera a las
ciudadanías nacionales de los países miembros sino que la complementase a
un nivel superior.
Creo que Altiero Spinelli era partidario de este planteamiento audaz,
no compartido por todos. A mi modesto entender, la ciudadanía común con
derechos efectivos es el objetivo a conseguir y para ello es
indispensable una Constitución europea, porque las constituciones son la
garantía de las libertades y derechos políticos de los ciudadanos.
Por
eso los movimientos de nacionalismo disgregador contra Estados
constituidos, como los que en España padecemos en Cataluña y el País
Vasco, son profundamente contrarios al proyecto europeo: no solo porque
es difícil imaginar que la unión europea pueda conseguirse desuniendo a
los Estados ya existentes en Europa, sino porque pretenden mutilar la
ciudadanía en esos Estados, limitándola según circunscripciones
territoriales prepolíticas. Reclaman un derecho a decidir que implica
poder prohibir a otros que decidan sobre la parte del país que ellos
usurpan como exclusiva y excluyentemente suya. En cambio, yo imagino la
posible ciudadanía europea y la constitución sobre la que se basaría
como una especie de “copia de seguridad” —por hablar la lengua de
Internet— del resto de las ciudadanías y constituciones nacionales.
Una
referencia a la que apelar y según la cual orientarse cuando el Gobierno
local se muestre reacio a reconocer derechos y libertades. Esta
ciudadanía europea 2.0 sería especialmente importante para brindar una
hospitalidad racional, participativa, a los inmigrantes que llegan a
nuestros países y no quieren simple cobijo sino su pleno reconocimiento
activo como miembros de la comunidad, no marcados por su pertenencia
territorial o cultural.
A fin de cuentas, quizá el problema de fondo que hoy padece la Unión
Europea es el que ya diagnosticó el siglo pasado el filósofo Jorge
Santayana en Dominaciones y potestades: “Lo que hace difícil
soportar las alianzas internacionales es que implican ser gobernados en
parte por extranjeros”.
Los antiguos griegos llamaban a personajes
foráneos para dictar imparcialmente las leyes de sus polis,
pero hoy la pasión irracional por el localismo y las identidades
invulnerables hace que cualquier voz política que nos llega desde el
exterior, por sensata que resulte, sea vista como una injerencia del
enemigo en nuestros asuntos. El narcisismo de las pequeñas diferencias,
del que habló Freud, inventa no solo fronteras sino abismos entre los
que están llamados por razones históricas a parecerse y compartir
destino político.
Quizá fuera oportuno antes de las elecciones del 26 de
mayo releer una de las más proféticas novelas de G. K. Chesterton: El Napoleón de Notting Hill.
Cuenta cómo un iluminado independiza su barrio de Londres y a partir de
ese momento todos los demás quieren separarse también; empiezan las
hostilidades y los agravios imaginarios entre quienes hasta ayer eran
vecinos, se establecen fronteras en las plazas y hay una gran batalla en
Oxford Circus...
Finalmente, Londres olvida estas disidencias y toda la
ciudad vuelve a unirse contra el enemigo común, un ejército otomano que
se acerca amenazadoramente... Esperemos que Europa sea vista como una
necesidad, una promesa y un triunfo común por todos los europeos, sin
necesidad de inventarse ningún enemigo exterior para conseguir su
unidad.
(*) Escritor
No hay comentarios:
Publicar un comentario