España estalla por todas las costuras.
La barbaridad de la sentencia de "la manada" unida al montaje que está
saliendo en el juicio a los chavales de Altsasua, han incendiado la
opinión pública. Todo el mundo pide la dimisión de alguien. La gente la
de los jueces; los jueces, la del ministro; el ministro, quizá, la de la
gente. Es capaz. Brecht imaginaba que el gobierno podría disolver al
pueblo.
Se añade la corrupción galopante.
Con Ruiz-Gallardón ya hay poker de mangoneo en la Comunidad de Madrid,
cuyo gobierno (y alcaldía, dicho sea de paso) parece haber sido el reino
del hampa. Riánse del Chicago de los años veinte. Al lado de esto, una
ciudad mormona. Y menos mal que, merced a la codicia de los
emprendedores (ya saben: vicios privados, virtudes públicas), no llegó a
arrancar aquel Eurovegas-Alcorcón o algo así. González se daba un aire a
capo de casino en Las Vegas.
Se añade esa noticia de que los obedientes chicos del CIS llevan tres años sin preguntar la opinión sobre la monarquía.
El gobierno la justifica con confusas razones cuando hay una clara,
comprensible, de carácter económico, el ahorro: como ya sabemos la
respuesta nos ahorramos la pregunta.
"La
manada", la corrupción, una monarquía hecha papilla. Atareados con
estas cuestiones nadie presta atención a la que está cociéndose en la
Catalunya rebelde. Y menos en este puente largo que en Madrid es
viaducto. Los partidos preparan a la vuelta una trifulca parlamentaria
en la Corte con la sucesión de Cifuentes que promete ser espectacular,
con el forcejeo entre el PP y C's que tiene al otro agarrado por el
gañote.
La
judicialización del procés ha sido un desatino mayúsculo cuyo último
dislate viene de la reciente decisión del Tribunal Constitucional de
prohibir la investidura a distancia de Puigdemont. Queda cerrada la
última posibilidad de buscar una salida política a un conflicto
político. Ahora no hay otra que replantear la situación políticamente. Antes era Puigdemont o elecciones; ahora es elecciones o elecciones.
De
este modo acaba haciéndose realidad aquellos que todos decían querer
evitar, unos sinceramente y otros por conveniencia: nuevas elecciones.
Se acumulan razonamientos en contra, uno especialmente en el campo
independentista: ¿y si se pierden?
Claro,
las elecciones pueden perderse o ganarse. Pero eso es irrelevante
cuando son la única opción. Una vez ha quedado claro que el gobierno
piensa mantener el 155 ad calendas graecas, cualquier govern que
se constituya en el marco estatutario acabará viéndose obligado a
convocarlas. Potestad que mantiene aunque no es descartable que una
"profundización" (como dice El País) del 155 se la arrebate, creando una situación típicamente colonial.
Otro
argumento contra las elecciones es que nadie se fía de que el bloque
del 155 (B155) no haga todo tipo de trampas, desde intervenir los medios
públicos de comunicación a ilegalizar partidos o asociaciones
independentistas. Para eso perpetraron la Ley de Partidos de 2002. Y, si
no lo sacan en el Parlamento, lo hace Rajoy en virtud de los plenos
poderes del 155. Es conveniente que, además de convocar elecciones, se
pida la presencia de observadores internacionales. Aquí vendría muy bien
esa Comisión Chomsky de apoyo a Catalunya que es muy necesaria.
Ahora, a las elecciones que también pueden ganarse.
Y por holgado margen. Veamos. La liberación de los presos políticos es
una condición inexcusable del independentismo. Y con toda razón: es
inadmisible aceptar como normal una situación con presos y exiliados
políticos. Mientras tal sea la circunstancia, el independentismo seguirá
su marcha con el conflicto planteado a escala internacional. La
judicialización no ofrece salida alguna realista; esta solo puede venir
de una decisión política: nuevas elecciones y todos los presos y
exiliados políticos son candidatos en la lista independentista. Para eso
se necesitará una participación muy alta, movida por "los presos, a
casa".
Esa
lista tiene que ser de país. Se concentra el voto en una opción y las
elecciones tienen un valor de referéndum sin serlo técnicamente. Las
listas separadas dieron el resultado del 21 de diciembre, que no fue
malo, pero sí mejorable. Y precisamente ahora por dos razones: de un
lado es poco probable que la derecha repita su alto resultado, jugando
en ello la irrupción de Tabarnia; de otro, el voto independentista, muy
movilizado por la libertad de los presos y la consolidación de ese
ámbito de acción republicana de hecho en estos últimos seis meses en los
que, además, Catalunya, en lugar de sumirse en el caos económico,
prospera más que nunca.
La votación se presenta como una votación por la república, la democracia, la defensa de las instituciones catalanas y el cese de la represión. Y en eso están de acuerdo todas las fuerzas independentistas. Hagan pues una lista única, de país, sin reparar en las expectativas de voto de cada lista por separado. Una lista de la República Catalana.
La votación se presenta como una votación por la república, la democracia, la defensa de las instituciones catalanas y el cese de la represión. Y en eso están de acuerdo todas las fuerzas independentistas. Hagan pues una lista única, de país, sin reparar en las expectativas de voto de cada lista por separado. Una lista de la República Catalana.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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