Malos días trae para El Pozo, la gran empresa cárnica murciana, el programa de denuncia Salvados, que emitió La Sexta hace dos domingos. Y más que vendrán para el sector de la carne de animal estabulado, hacinado y programado para engordar (o poner) como si fuera un ordenador de sangre caliente. El consumo masivo de carne venida de granjas-monstruo, y aún más, la carne procesada (salchichas, jamones, carne en conserva y todo tipo de preparados y salsas con base en ella) está en el punto de mira de crecientes organizaciones de índole humanitario (animalistas), sanitario (OMS), políticas y ciudadanas.
Unas y otras aportan datos de
escalofrío. Parecen reflexiones cocinadas en los infiernos de la
postverdad. Lo más suave que se lee y escucha es que los procesados de
carne inducen a distintos tipos de cáncer. Y a partir de aquí un río: la
ganadería industrial es la responsable de cerca del 20% de las
emisiones de efecto invernadero; probablemente la fuente mayor de
contaminación de agua dulce, además de consumidora voraz del líquido
elemento: un kilo de filetes de vaca requeriría 15.000 litros de agua o
10.000 un kilo de cordero. Y así.
La carne (no ya la grasa) parece
convertirse en otro mal absoluto que amenaza con castrar nuestra
civilización de consumo máximo cada día más dominado por enormes
granjas, alojadas en pocas manos y vigiladas por las grandes cadenas de
supermercados. Así las cosas -rolando casi todo, y toda mecha, por los
raíles de este tren rojo del infierno- que el programa de denuncia
estrella de la televisión española lleve su ojo catódico hasta una
zahúrda inhóspita en la órbita de la gran empresa española de la carne,
tiene que causar, sin remisión, un gran revuelo.
Y más aún cuando sus
responsables no atienden la llamada insistente del periodista,
torpedeando su trabajo, y al cabo, al emitirse la gran denuncia, no
logran armar una respuesta creíble. Como dijo una periodista de una gran
cadena de radio: “Daré su réplica, pero no me creeré todo lo que dicen
hasta que un redactor de esta emisora no visite sus instalaciones y
compruebe cómo tratan a los animales”.
La presión sobre la industria de
producción masiva e intensiva de carne en nuestros países occidentales, y
más allá, ha llegado para quedarse; crecerá mucho más y puede que su
radicalización ascienda en la misma proporción. El espectáculo de
decenas de miles de animales hacinados, inmovilizados y programados como
mecanos para morir jóvenes, gordos e inyectados, es demasiado
apocalíptico para que lo asimile sin más la nueva sensibilidad social
creciente.
La mayoría desconoce casi todo de la
vida e historia del cerdo, pero le levanta el estómago observar cómo la
sangre caliente es tratada como si fuera un frío laminado de hierro.
Será por ello que apenas aparecen imágenes de estas macrogranjas y sí
montañas de declaraciones y comunicados sobre el cumplimiento de las
rigurosas normas que están obligados a observar sus propietarios o
gestores.
Los responsables insisten en que las
imágenes de estos mares inmóviles de animales producen una innecesaria
inquietud en los humanos, pues tienen sellado en su ADN la imagen
idílica del animal en el corral o la dehesa. Pero el cerdo o la gallina,
por ejemplo, están más expuestos a las enfermedades (y las inmundicias)
en los grandes espacios abiertos que en los controlados por industrias
automatizadas. Claro que la gallina comiendo despojos o el cerdo
solazándose en la charca no molestan en absoluto porque nos parece “lo
natural”.
Ahí estaría una de las claves del tema:
que la cría masiva e intensiva de animales para alimentarnos no “es
natural”: es tan artificial como la fabricación de un chip. Y luego
llega todo lo demás. Los grandes productores de la carne y el huevo
(aunque también de todo tipo de alimentos) insisten en que no hay otra
manera de alimentar al mundo; que la agricultura y ganadería
tradicionales nos devolverían a un pasado de hambre masiva.
Y, claro,
deberíamos de asentir ante tal aserto si utilizamos sólo una brizna de
sentido común. Pero su discurso determinista tiene la misma falla que el
tradicional o ruralista: la inflexibilidad. Ambos son doctrinarios.
En Estados Unidos, Australia o Nueva
Zelanda, y recientemente en Europa (más allá de las normas más o menos
severas o permisivas de los gobiernos) cada día aparecen noticias sobre
grandes centros de distribución que rechazan la venta de determinados
productos por causa de la presión pública, las evidencias científicas o
sus comprobados perjuicios para la salud.
Es un camino. Muchos supermercados ya
no venden panga o aceite de palma; otros informan de que sus huevos a la
venta no proceden de gallinas estabuladas. En España nos sobran
montañas, prados y dehesas. ¿Por qué concentrar, entonces, el grueso de
la cría y engorde del cerdo español en la comarca leridana de Solsona?
Los purines acabarán por contaminarlo todo, hasta la cartera de sus
empresarios.
Ayer le tocó a El
Pozo, y como el sector no esté atento a la nueva sensibilidad y
exigencias sociales, caerán más pedradas sobre su reputación. Y ya
sabemos: mala reputación, principio de la ruina.
(*) Periodista y consultor de información
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