En 2007 Bradley Birkenfeld, antiguo directivo de la entidad bancaria UBS de la que había sido despedido meses antes,
contactó con el Ministerio de Justicia de EEUU para denunciar el
sistema de evasión de capitales del banco suizo que permitió a la
Hacienda americana recuperar la nada desdeñable cifra de 780 millones de
dólares.
En un primer momento, pagó muy cara su colaboración con las
autoridades fiscales pues fue llevado a tribunales y finalmente
condenado a 40 meses de prisión por participar en las actividades
fraudulentas de UBS.
Sin
embargo, una vez cumplida su condena recibió más de 100 millones del
fisco estadounidense, al ser ese el porcentaje que por ley le
correspondía del dinero recuperado, convirtiéndose de esa manera en una
de las mayores recompensas pagadas a un delator fiscal.
Inspirados en esa figura, los inspectores de Hacienda del Estado presentaron en su congreso anual,
celebrado el pasado mes de octubre, una serie de medidas destinadas a
potenciar la lucha contra el fraude fiscal incorporando en su propuesta
de Estatuto, entre otras peticiones, la remuneración del denunciante
fiscal y el pago a confidentes para supuestos de denuncia de delitos. En
cuanto al pago a los denunciantes, la medida no dejaría ser la
reincorporación a nuestro ordenamiento jurídico de un sistema de
incentivos vigente en materia tributaria desde 1964 hasta 1987 donde el
delator podía percibir entre el 20% y el 30 % de las sanciones firmes y
cobradas.
Como demuestra el caso concreto de UBS, la figura del delator o confidente fiscal ya existe en los países más desarrollados,
concibiéndose como un medio para combatir el fraude fiscal y no con el
exclusivo fin de incrementar la recaudación de la Hacienda Pública sino
también como una vía de cumplimiento de la ética empresarial. En Estados
Unidos, Reino Unido y otros países anglosajones se ha desarrollado una
auténtica cultura de los denunciantes (conocidos como “whistleblowers”),
implantándose, además, en las empresas canales de denuncia con el doble
propósito de, por un lado, reforzar la buena práctica empresarial y,
por otro, eximirlas de responsabilidad en el supuesto de la comisión de
un delito.
El caso de Estados Unidos resulta especialmente paradigmático el arraigo de la institución y la conciencia ciudadana
a la hora de denunciar, en nombre del gobierno, actuaciones
fraudulentas de compañías o particulares. Habría que remontarse al
mandato de Lincoln para encontrar los orígenes de dicha regulación,
siendo la False Claims Act de 1863 la primera ley que recompensaba a los
empleados que facilitaran pruebas de los actos ilícitos de sus
empresas.
A pesar de sufrir diferentes vaivenes normativos, donde se
mantuvo el derecho a denunciar, pero se suprimió la recompensa, fue en
el año 2006 cuando el Congreso aprobó, con carácter más específico, la
IRS Whistleblower Law, estableciendo un procedimiento independiente de
denuncia, fijando umbrales monetarios para el ejercicio de la acción y
concediendo a los delatores o confidentes un porcentaje de la cantidad
recuperada que oscilará entre un 15 y 30 % del montante total.
En Europa, no son pocos los países que conviven tanto con la
figura del denunciante como con la de la retribución de las
administraciones a confidentes. Sin ir más lejos, enorme repercusión
tuvo el pago de las autoridades alemanas de 7,3 millones de euros a un empleado de banca de Liechtenstein para que le suministrara la información de cientos de evasores.
Más enfocado en el denunciante voluntario, el Reino Unido cuenta desde
1998 con la Public Interest Disclosure Act, norma creada para proteger a
aquellos individuos que revelen información de interés público y
permitir que estos emprendan acciones en caso de acoso. Las recompensas,
sin embargo, no son regladas, sino que se fijan de manera discrecional
por las autoridades fiscales siendo sensiblemente inferiores a las
pagadas en función de un porcentaje.
Más allá de la mera remuneración económica, lo llamativo de
la cultura anglosajona es la concepción del supuesto delator y el esmero
del legislador en intentar brindarle cobertura jurídica, garantizando
su puesto de trabajo, su anonimato a la hora de denunciar e incluso su
integridad física y psicológica.
El delator o confidente no encierra la
carga peyorativa con la que nosotros asociamos a esta figura,
concibiéndose como un ciudadano valiente que actúa de forma correcta por
el interés general. Sin ir más lejos, en el año 2002 la revista
TIME otorgó a dos ejecutivas que revelaron las irregularidades
contables de sus compañías la tan célebre distinción de personajes del
año.
En lo que nos afecta, consideramos que la posible
implantación de esta la figura no debería sustentarse exclusivamente en
el beneficio económico o utilidad que pudiera proporcionar a las
actuaciones de comprobación sino que, con carácter previo, debería
valorarse nuestra propia realidad tributaria (complejidad,
conflictividad), muy diferente a la de los países antes mencionados,
ponderando también el riesgo inherente al tipo de negocio que se podría
generar con esa actividad dadas las cuantiosas recompensas que reporta.
Y
ello sin adentrarnos, pues escaparía al objeto de este artículo, en la
licitud de la prueba que pudieran obtener esos denunciantes y que a la
larga serviría de base para inculpar al presunto defraudador.
Y si después de ese recomendable estudio se concluyese que
el denunciante remunerado tiene cabida en nuestro ordenamiento jurídico,
lo que parece evidente es que será necesario un marco legal que diese
protección al ejercicio de esa acción pero que también penalice aquellas
denuncias falsas o infundas que únicamente persiguieran perjudicar al
denunciado. Aunque parece una obviedad recordar que es necesaria la
lucha contra el fraude no siempre el fin justifica los medios.
(*) Asociado Senior de Procedimiento Tributario de Deloitte Legal
https://cincodias.elpais.com/cincodias/2018/01/08/midinero/1515412335_662481.html
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