Tiene pinta de que la justicia belga no
va a entregar a Puigdemont, al menos antes del 21D. Si no lo hace, la
situación de España será, como dicen los diplomáticos, "embarazosa". A
ver cómo se sostiene que los dos Jordis y medio govern preso
no son presos políticos, cuando el presidente tiene de hecho asilo
político en Bélgica.
Gesto inamistoso, insulto, provocación, leyenda
negra y el oro de Moscú, lo que se quiera, pero en España hay presos
políticos. Que los del triunvirato nacional español se nieguen a
reconocerlo no quiere decir nada, es una muestra más de que nada
entienden.
El
independentismo catalán ha dado una vuelta como un calcetín al
tranquilo sistema español de la III Restauración, aclimatado a un
parlamentarismo monárquico turnista (con algún sobresalto) y un grado
absoluto de compadreo y corrupción. Para el status quo, la política es
una cuestión de alternativas de mera gestión. Un acuerdo de fondo más o
menos explícito que pone fuera de cuestión la monarquía, la Iglesia
católica y un sistema corrupto de capitalismo clientelar de capturas de
rentas a costa del bien público.
Es el nudo de la legitimidad del
sistema. La gestión, meros debates de política económica como todo
horizonte político, articulados en torno a la idea de que el electorado
no quiere líos ni problemas sino maximizar su bienestar personal.
¿Qué
sucede cuando alguien cuestiona algún elemento de la fórmula
legitimatoria o todos? Muchas cosas, desde luego pero la primera de
todas es que el carácter de la política, de la acción y los conflictos
cambian. Los independentistas no están movidos por un afán de bienestar
personal ni un cálculo también personal de costes beneficios, sino por
una idea, una convicción, incluso un ideal. La acción colectiva tiene un
fondo moral muy fuerte de lucha y sacrificio por la República Catalana.
Hay una voluntad común de arrostrar castigos y agresiones, perjuicios y
daños por una causa. Eso es algo incomprensible para quien se mueve por
razones estrictamente egoístas de medro personal, como casi toda la
clase política española que además supone, quizá con razón, que es la
misma motivación del pueblo, su electorado.
Si,
además, se prueba que esa voluntad de sacrificio anima a los dirigentes
(encarcelados o exiliados o procesados, como están muchos de la CUP) y a
la gente por igual, como se comprobó el 1 de octubre, nadie puede negar
que esta movilización, esta desobediencia cívica, democrática,
pacífica, tiene una gran dimensión moral. Y no solo en el terreno ético
sino en el pragmático en el que se habla de la moral del
ejército, algo que recuerda Ortega en algún lugar. El independentismo
tiene una actitud moral por su pacifismo y más moral que el Alcoyano.
Frente
a ello, el triunvirato nacional español, no postula un discurso en
positivo, no propone otro ideal, otra movilización por algún objetivo
moral, porque no los tiene. No puede proponer una discurso
regeneracionista en materia de corrupción sin que las carcajadas se
oigan en el Tibet. Tampoco otro alternativo al independentismo catalán
porque carece de la comprensión mínima del problema para articularlo
(vuelta al Estatuto del 2006, federalismo, reforma constitucional, no
reforma constitucional) con alguna verosimilitud.
Por
eso, el triunvirato recurre a una política exclusivamente represiva en
dos direcciones: la primera la represión directa, por la fuerza, con la
policía, los tribunales, las cárceles. La segunda, la represión
indirecta en parte consecuencia de la primera y en parte de carácter más
ideológico. De lo que se trata es de amenazar, asustar, minar la moral
de la gente, desmoralizar. A falta de moral propia, se trata de destruir
la del adversario.
Algo
tan viejo como Sun Tzu y las campañas del Gran Capitán en Italia, el
que se gastaba una pasta para comprar bronce para fundir campanas con
las que desmoralizar al enemigo.
La
última muestra de esta táctica de desmoralización del adversario, a la
que, para su vergüenza, se ha sumado parte de la izquierda es la campaña
desatada con motivo de las declaraciones de los y las procesadas ante
el juez. Todos y todas han acatado lo que hubiera que acatar y han
prometido actuar en el marco constitucional.
A la campaña acusándolos de
locos, irresponsables, cobardes, traidores, se ha sumado, insisto, para
su vergüenza, la izquierda. Incluso la han llevado más allá, acusando a
los dirigentes refugiados en Bélgica de huir y traicionar a sus
seguidores. Acusar a los encarcelados hubiera sido excesivo, pero ganas
no les faltan.
Es
verdaderamente inmoral. No ya porque los riesgos que los represaliados
afrontan son inmensos y muy reales; tampoco porque el tenor conocido de
esas declaraciones se han manipulado y falseado (aquí tienen ustedes a Tardà desmintiendo una de estas falsificaciones),
sino porque, como todos sabemos, las confesiones en materias
ideológicas extraídas mediante métodos inquisitoriales por principio son
inválidas.
Cesare Beccaria ya negó la validez de las confesiones bajo
tortura. En realidad, cosa menos conocida, revalidaba una negativa muy
anterior, formulada por Juana de Arco a la vista del "proceso" que daría
con ella en la hoguera. Nada de lo que pudiera decir bajo tortura tenía
validez alguna.
Obviamente, el Tribunal Supremo no es una cámara de la
tortura, pero la situación, en abstracto es la misma: unas confesiones,
sean las que sean, a cambio de no ir a prisión carecen de toda validez.
Ningún acusado está obligado a incriminarse y se le reconoce el derecho a
ser "mendaz", como lo formula el presidente de tal alto tribunal.
Obviamente, esto es algo que entienden hasta los del PP, tanto más la
izquierda que, aunque lejanos, tiene algunos recuerdos que hacen al
caso.
Lo
lamentable es que esa misma izquierda sea incapaz de comprender algo
que necesariamente se escapa a sus aliados de la derecha: la fuerza
moral de una causa ideal a cuyo servicio se es más útil libre que preso.
Eso lo entiende y agradece todo el movimiento independentista. Si la
izquierda española (o la que dice que es tal) quiere verlo solo tiene
que asomarse a las redes.
A
lo mejor así comprende cuán inmoral e inútil es querer desmoralizar
este movimiento colectivo, transversal, muy unido y coordinado, que nace
de la vida cotidiana y la sociedad civil catalanas y se orienta hacia
un objetivo común de modo unitario. Y más recurriendo a estos métodos
tan primitivos.
Porque esto va de revolución, de revolución democrática y pacífica de nuevo tipo.
El lunes, invitado en el Parlamento europeo
Y, en Bruselas, estado mayor y epicentro de la revolución catalana.
Invitado a una sesión en un acto organizado por el Grupo Confederal de la Izquierda Unitaria Europea/Izquierda Verde Nórdica y el Grupo de Los Verdes/Alianza Libre Europea. El tema es "El franquismo después de Franco" y a servidor le corresponde desarrollar la ponencia sobre El franquismo del Estado español, hoy. Modestamente.
Que
el Estado español es franquista lo ha probado él mismo suficientemente
en los últimos tiempos. Había sido, hasta hace poco, un franquismo
disfrazado de Estado democrático de derecho. Tanto que había conseguido
convencer a gran parte de la opinión pública europea.
Pero, al primer
cuestionamiento serio de su legitimidad a través del independentismo
catalán, el disfraz ha caído y ha revelado un Estado corrupto y
autoritario. Hace años (desde 2011) que se gobierna por decreto y en la
actualidad con una medida dictatorial de plenos poderes a través del
artículo 155 equivalente a una dictadura de hecho y un estado permanente
de excepción. Igual que en tiempos de Franco. La única diferencia es
que este los declaraba a bombo y platillo y estos lo hacen sin
declararlo.
Mi intervención está prevista para las 15:00 del lunes, 20 de noviembre, fecha muy señalada, por cierto.
Según mis noticias, habrá streaming.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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