Sí, efectivamente, da la impresión de que "la liga de la izquierda" está ganada. Aquí de sorpasso
ya no habla nadie. No sé en Córdoba. Ha sido un "resurgimiento" de la
nada como un relámpago. Primero se ganaron las primarias contra toda
previsión y luego se ganó la "liga" por arrinconamiento.
Toda la
esperanzada aventura de Podemos con el espíritu del 15M se ha reducido a
la acción parlamentaria cotidiana con puntos de originalidad y
provocación que la práctica parlamentaria acaba engullendo siempre. La
esperanza de llegar al gobierno depende del partido que se había
pretendido aniquilar. KO.
Y,
entre tanto, también, la de articular una oposición eficaz que revele
los mecanismos y responsabilidades concretas por la corrupción y
revierta las políticas más agresivas de la derecha. Para todo eso y más,
la participación del PSOE es imprescindible. Porque es el partido
hegemónico de la izquierda.
Pero,
además de ganar la "liga" de la izquierda, el PSOE tiene que ganar la
carrera de obstáculos de la cuestión catalana. Y eso no es tan sencillo.
A la reunión del jueves con Rajoy, Sánchez lleva dos encargos: uno,
trasmitir al presidente de la Gürtel la preocupación real con Cataluña;
dos, insistir en que ese mismo presidente de los sobresueldos proponga
algún tipo de solución política, más allá del cumplimiento de la ley.
Es
una actitud muy razonable: que antes de echar mano a la cachiporra, el
Estado se siente a negociar alguna fórmula aceptable por ambas partes.
Tratándose del PP, esto es una quimera. Pero se trata, cuando
menos, de un gesto, algo que se pueda invocar para justificar el apoyo
del PSOE al gobierno en este contencioso.
Pero
lo ideal sería que, además de instar al gobierno a "abandonar el
inmovilismo" y a encontrar una "solución política", el PSOE aportara la
suya. Cosa muy urgente por cuanto del otro lado ya se ha advertido que
una posible solución es la intervención de las fuerzas armadas.
Auto de terminación.
El
proyecto de ley presentado por el Govern en el Parlamento y explicado
luego por el presidente Puigdemont es un paso decisivo en el proceso
catalán. Será aprobado en agosto y vendrá acompañado de una ley de
transitoriedad que, paradójicamente, vendrá a poner fin a una situación
transitoria que ya se prolonga demasiado tiempo.
Demasiado
tiempo hablando del “derecho a decidir”, eufemismo para no herir
susceptibilidades unionistas (siempre a flor de piel) para acabar por
donde habría que haber empezado: proclamando el derecho de
autodeterminación de los catalanes, como nación que son. Y eso, diga lo
que diga el Tribunal Constitucional español (TCE), que no es tribunal ni
constitucional sino solo un órgano político y represivo más del Estado y
cuya competencia para determinar si una colectividad es una nación o no
es inexistente.
El
proyecto de Ley de Autodeterminación de Cataluña, en realidad,
incorpora una especie de auto de terminación porque viene a poner fin a
un conflicto cuyos rasgos pueden resumirse en tres momentos: a) el
pasado, desde los orígenes hasta la inepta sentencia del TCE de 2010; b)
el presente, el auge del independentismo en el último decenio provocado
por la creciente convicción de que no hay posible encaje de Cataluña en
el Estado, salvo que acepte su desaparición como nación; c) el futuro,
cuando los catalanes, habiendo tomado la iniciativa, deciden
constituirse como Estado, ignorando los obstáculos que opone el español,
deslegitimado, corrupto, autoritario, fracasado e incapaz de encontrar
una solución democrática y satisfactoria al conflicto.
Por
eso, el proyecto de Ley de Autodeterminación es, además, un auto de
terminación de una situación absurda e insostenible. Un gobierno y un
partido corruptos, infestados de ladrones, reaccionarios, clasistas y
meapilas, capitaneados por el responsable político (y, en buena medida
también penal) del desaguisado carece de toda autoridad moral para
imponer el cumplimiento de la ley que ellos mismos violan cuando les
interesa. Un gobierno y un partido que han arruinado el país,
esquilmando a los pensionistas en favor de los banqueros, pretenden
ahora que los catalanes acepten resignadamente el saqueo de que son
objeto, renuncien a sus derechos y se sometan a la tutela de una clase
política española neofranquista, tan estúpida y centralista como
inmoral.
Para
ello cuenta con la ayuda del principal partido de la oposición, el
PSOE, cuyo nacionalismo español es tan de cuarto de banderas y tan
ignorantemente imperial como el de las derechas. Sánchez, la fracasada
esperanza de un punto de vista nuevo en este conflicto, sale de su
entrevista-pleitesía con el Borbón diciendo que lo nota “muy preocupado
con Cataluña”. Va a resultar que el que parecía tonto lo es mucho menos
que sus cortesanos. ¿O es que a Sánchez no le preocupa Cataluña y cree
que Felipe VI exagera?
Por
si acaso, la ministra Secretaria General del Movimiento pepero traduce a
términos castrenses las sordas amenazas a los catalanes que soltó el
otro día el Borbón, tras reconocer que el régimen al que él debe el
trono era una dictadura. Una dictadura sobre la que, según sus propias
palabras, no podía construirse porvenir alguno de España, por ejemplo,
su trono, sostenido sobre más de cien mil fosas anónimas con otros
tantos asesinados por el dictador que nombró rey a su padre, como podía
haberlo nombrado chambelán de retretes.
Recuerda la ministra Cospedal lo
innecesario: que la última ratio de esta banda de presuntos
delincuentes que ha destrozado España es el ejército, un ejército que
lleva trescientos años sin ganar una guerra internacional y las únicas
que ha ganado han sido civiles, contra su propio pueblo y si no estaba
bien armado.
Tal
es la legitimidad y autoridad de la monarquía española sostenida por
una oligarquía tradicional nacionalcatólica y corrupta, con el apoyo de
una izquierda sumisa, sin proyecto propio, asustada ante las sempiternas
baladronadas de una derecha que monopoliza el nombre de un país que
nunca tuvo clara su viabilidad pero al que ella, heredera de Franco y el
propio Franco, han destruido para siempre.
Así
que el proyecto de Ley de Autodeterminación de Cataluña es, también, el
auto de terminación de una nación que ya se ha convencido de que no
tiene posibilidades dentro del Estado español.
Otro
día hablaremos de las ridículas jeremiadas de la prensa madrileña sobre
si el proyecto catalán tiene más o menos garantías, prevé unas u otras
mayorías o minorías, porcentajes de participación, etc. Tuvieron todo el
tiempo del mundo para negociar los términos de la consulta y, en su
típica soberbia de señoritos se negaron a hacerlo. ¿De qué se quejan
ahora?
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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