Pablo Iglesias aprovechó su aparición en El Escorial —panteón de
reyes— para cuestionar la pasividad de Felipe VI en las emergencias
nacionales. Tanto aludía a la corrupción y a la desigualdad social como
al problema de Cataluña. Y decía sentirse contrariado por la ausencia
conceptual del hijo de Juan Carlos I, aunque las críticas de Iglesias al
trono no provienen del escrúpulo institucional ni de la añoranza de un
monarca intervencionista, abnegado, o implicado, sino del
cuestionamiento de la monarquía misma y de su contingencia en la
realidad contemporánea.
Iglesias
duda del sistema o pretende deslegitimarlo amparándose en el
“anacronismo de la monarquía”. Y no cabe mejor camino para inducir la
subversión que ubicar bajo la guillotina la primera magistratura del
Estado. Se trata de reivindicar la república no desde el fervor
sentimental o desde el convencimiento político sino desde su valor
instrumental. Jaque al rey, es la jugada de Iglesias en su discurso
escurialense.
La hipérbole no contradice que puedan compartirse las reflexiones del
líder de Podemos respecto al silencio de Felipe VI. Ha cumplido tres
años en la Zarzuela y ha tenido el mérito de sobrellevar una transición
ejemplar de la monarquía a la monarquía, pero cuesta trabajo encontrarle
otros méritos más allá de la prudencia o de la justificación. Felipe VI
es un rey gobernado por el pueblo. Y no al revés.
Naturalmente porque
la monarquía parlamentaria constriñe el menor atisbo del absolutismo,
pero también porque nuestro rey vive permanentemente escrutado, vigilado
y hasta intimidado. Sabemos lo que gana. Lo que hace. Y el ansia de la
normalización monárquica no sólo ha subordinado el antiguo boato
borbónico al prosaismo funcionarial, también le ha despojado de su
misterio o de sus poderes litúrgicos. Lo han convertido en vulnerable.
Es la razón por la que Felipe VI parece tener miedo a exponerse. Se
coloca de perfil hasta cuando la crisis soberanista de Cataluña debería
obligarlo a reivindicar sistemáticamente la Constitución, exigir el
principio de unidad territorial y recordar o recordarse el papel de la
Corona en sus connotaciones integradoras. Se diría que Felipe VI —lo
prueba la asepsia de sus últimos discursos— se ha impregnado de la
indolencia marianista. No tanto por lealtad al Gobierno como por
definición de su propia inocuidad o apatía. Se abstiene el Rey. Se
paraliza.
Es verdad que la propia Constitución define y no define sus
verdaderas atribuciones, pero el requisito de la neutralidad o las
obligaciones de la posición super partes no equivalen a la pasividad ni al ensimismamiento en su buena imagen.
La tiene. Y no es fácil que vaya a deteriorarse a la velocidad que
pretende Iglesias, pero Felipe VI necesita hacerse necesario,
imprescindible. No porque su porvenir de monarca parezca amenazado, sino
porque empieza a estarlo el de su hija Leonor.
(*) Periodista
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