He visto enormes cerdos muertos, patas arriba, viajando rodantes por
el río Segura. Eso era la rigurosa normalidad en el río Segura hace
treinta, cuarenta años. A este tipo de cerdos navegantes se los llamaba
en la huerta “embotinchaos”. Morían por la peste africana o alguna otra
enfermedad y la gente los arrojaba a la escasa corriente cuando no
miraba nadie.
O cuando miraban todos, daba igual. Se les decía
“embotinchaos” porque ya estaban hinchados por los gases mortorios
cuando se los columpiaba a cuatro manos para tirarlos describiendo una
graciosa parábola. La acción del sol y las bacterias acuáticas los
transformaba en obscenas pelotas blanquecinas. Era un espectáculo
considerablemente decadente. Murcia, qué hermosa eras.
Terminaban
varados en invierno pudriéndose en las playas de Guardamar (he visto
cosas que vosotros, delicados “millenials”, no creeríais) como cetáceos
venidos de la tierra, y los paseantes los evitaban. Los evitaban
normalmente. Cuidado con el cerdo. Nadie decía nada importante al
respecto. No había escándalo social. Era la normalidad de nuestro Medio
Ambiente hace telediario y medio. Llevamos aún menos tiempo reparando en
que existe el Medio Ambiente que siendo ricos.
Como aún dice mi ama
Pascuala: “hay que acordarse de lo de atrás”. Lo de atrás del río Segura
era con frecuencia tétrico. Luego llegó la era siniestra de los
vertidos químicos. La espuma con olor a huevos podridos nevaba en copos
sobre la ciudad, los días de brisa. El curso del Segura desde Cieza,
visto desde el aire, parecía el de una tierra a punto de afeitarse.
Salimos hasta como pregunta fácil del juego del trivial: “qué sucio río
pasa por Murcia”.
Y se logró, sin embargo, acabar con todo
aquello. Lo lograron los políticos, no la sociedad. Hay que aclararlo,
para no mejorar la historia. Aquello del Segura no era un castigo
secular del Cielo ni un costumbrismo ante el que sólo cabía encogerse de
hombros. Yo he visto manifestaciones contra los olores del río Segura
en Murcia… donde los manifestantes venían todos de Alicante. Los
murcianos los mirábamos pasar con curiosidad, apoyados en farolas.
Hicieron falta obras para acabar con aquella vergüenza que había
trascendido hasta a los juegos de mesa, por supuesto. No se escatimó en
algunos trucos tampoco, como el de las bacterias que comen bacterias.
Pero sobre todo hizo falta aplicar con “tolerancia cero” la violencia
legítima de las leyes. Al que vertiera se le caía el pelo. Multa o
incluso cierre de empresa. Ese es el lenguaje que entendieron por fin
los murcianos, incapaces tradicionalmente de ocuparse de sus propios
asuntos, y de su río.
Habrá que hacer exactamente lo mismo en el
asunto del Mar Menor. Partir, por supuesto, del principio de que los
murcianos no pueden gestionar su destino, de nuevo, en algo tan
importante. Si quieren los políticos, que “los colectivos” aporten sus
opiniones para la Ley Integral sobre el Mar Menor que se prepara en la
Asamblea. Pero no hay por qué tener en cuenta esas opiniones de parte,
interesadas o directamente insolventes. Cuentan las opiniones de los
expertos serios en Medio Ambiente, y no, tampoco, las de los cuatro
ecologistas de bocata y chancla.
El Gobierno Regional, el Ministerio,
Costas, todos los actores oficiales implicados me consta que van en
serio esta vez. Porque no les queda más remedio, pero van. El mundo
entero está vigilando, tras haber sido noticia internacional. Hay que
borrar para siempre esa imagen negativa haciendo algo ejemplar,
modélico. Las únicas opiniones que cuentan aquí son las de los que saben
cómo sanear y preservar definitivamente la laguna. No las de los
regantes y grandes exportadores agrícolas que, con un desparpajo
extraordinario, se ponen al frente de manifestaciones de protesta por un
estado del Mar Menor que ellos mismos han fabricado.
Esto es un
asunto capital no ya para el turismo, no ya para el Medio Ambiente, sino
para la marca “Región de Murcia” (esto es, marca España) en todo el
planeta. Si hay que acabar por completo con la agricultura en la zona,
se acaba por razones de Estado. Si es posible, según los expertos,
cultivar de otra forma razonable sin peligro alguno, sea. Si hay que
abrir la laguna al Mar Mayor lo suficiente para que exista una verdadera
regeneración, ya se está tardando. Lo tendrán que decidir, ya, los
expertos de verdad, no “la gente”.
Y los políticos, a ejecutarlo. Y si
al guirigay de intereses diversos no le gusta la solución definitiva al
Mar Menor que den los que deben darla, una ración de absolutismo
ilustrado no vendría nada mal. La gente, esa a la que se supone que hay
que “escuchar”, ya ha hecho lo que le ha dado la gana durante demasiados
años. El Mar Menor de aquellas imágenes imborrables de hace unos meses
es el resultado directo de “la gente”.
(*) Columnista
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