La realidad se ha impuesto finalmente y
parece como si, a la vuelta de las vacaciones, el presidente del
gobierno finalmente se hubiera enterado del problema al que tiene que
hacer frente sin remedio, las elecciones catalanas, un problema que se
ha enconado en buena parte gracias a su indolencia y su fabulosa
incompetencia.
Según
doctrina reiterada del gobierno y sus apoyos mediáticos las elecciones
catalanas son una elecciones autonómicas corrientes y molientes, para
elegir el Parlament y decidir quién ocupará la Generalitat. De
plebiscitarias, nada. Eso no existe en España, y Sáenz de Santamaría ya
avisa a todos los intervinientes de la necesidad de cumplir la ley. No
vaya a propasarse alguno.
Pero
el frenesí desplegado por el gobierno contradice la imagen de
normalidad que ese mismo gobierno quiere proyectar. Rajoy anuncia su
firme propósito de implicarse personalmente en la campaña electoral de
septiembre, pateándose Cataluña. Más en quince días de lo que ha hecho
en cuatro años. Y dice que son unas elecciones ordinarias. Es uno de los
rasgos más típicos del presidente de los sobresueldos: la impasibilidad
con que dice lo contrario de lo que hace. En otro orden de cosas, que
la presencia de Rajoy, el político peor valorado de la historia reciente
de España, vaya a ser beneficiosa para su partido no es algo evidente
en sí mismo. Antes al contrario. A no ser que los estrategas del PP,
dando Cartaluña por perdida, favorezcan la presencia de Rajoy en el
principado porque los votos que pierden en Cataluña los gana
multiplicados en el resto de España. Rajoy es como el pájaro tero de
Martín Fierro, que en un sitio lanza los gritos y en otro pone los
huevos.
Son,
dicen en el PP, unas elecciones autonómicas ordinarias, pero Rajoy
cambió a Alicia Sánchez Camacho por el gigante Albiol al frente del PP
catalán. Camacho no era un prodigio de simpatía ni iba a levantar las
fortunas del PPC, pero tampoco era un caso tan evidente de xenofobia
como su sustituto, el exalcalde de Badalona. Esta elección es otra
prueba más de este fin de época que se avecina, en el que de nuevo dando
el centro por perdido, el PP se concentra en mantener el voto de la
derecha y la ultraderecha.
El último dislate que se le ha ocurrido al estratega de La Moncloa es, efectivamente, internacionalizar el conflicto.
No se trata solamente de valorar la situación en la que queda un
gobierno que siempre se había opuesto con uñas y dientes a cualquier
forma de internacionalización porque eso, se suponía, era hacer el juego
al nacionalismo, hacer que este emergiera en el orden internacional.
Eso resulta ahora casi indiferente. Lo decisivo es otro aspecto de la
internacionalización que, muy probablemte, estos genios de la derecha no
han calibrado. Se trata de que, al pedir a dirigentes y personalidades
extranjeras un pronunciamiento específico sobre la independencia de
Cataluña, están permitiendo y alentando de hecho una injerencia foránea
en asuntos que consideran de siempre como internos de España. O sea,
están haciendo lo que su adversario quiere. Inteligente no es.
Esas
peticiones, esas presiones sobre extranjeros acaban por integrarlos en
algún tipo de proyecto o designio de mediación y negociación.
Justamente, la bestia negra de la derecha española. Y en esa actividad
de mediación e intervención, lo primero que los representantes
extranjeros van a pedir como punto de arranque de los tratos será un
referéndum de autodeterminación en Cataluña. Justo el referéndum que se
han negado siempre a permitir y por cuya negativa nos encontramos hoy en
donde estamos. Si lo hubieran autorizado antaño, no se encontrarían
hogaño en esta situación tan ridícula, en la que tienen que pedir a los
de fuera que vengan a sacarles las castañas del fuego.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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