El primer opúsculo que se conoce sobre el modo de combatir la Peste
Negra, que empezó a arrasar Europa a mediados del siglo XIV, fue escrito
en catalán antiguo. Su autor, Jacme d’Agramont, era médico y profesor
del afamado “Estudio de medicina” de Lleida.
Escribió el Regiment de la preservació de la pestilencia (en
lengua vulgar, y no en latín como era usual en la docencia) cuando en
abril de 1348 la peste apareció en Cataluña. Lo hizo para tranquilizar a
sus conciudadanos, que “tenían dudas y temores”, e ilustrar a los
regidores locales. Daba unas normas de vida, sobre la hipótesis de que
el aire estaba pútrido a causa de los pecados, de modo que la primera
medida a adoptar era la confesión de éstos.
Según escribe Spencer Strub, especialista en Historia Medieval en la Universidad de Harvard, en un ensayo publicado en The New York Review, otras
medidas más prácticas incluían cerrar firmemente las ventanas, quemar
enebro en las chimeneas y rociar los suelos con vinagre. Comer y beber
poco, y lo más amargo posible. No comer pato ni cochinillo, ni peces
“delgados” como la anguila o peces rapaces (como el delfín). Se
aconsejaba hacerse sangrías, (no las de beber, sino para sangrar). Había
que evitar el sexo y el baño, porque ambas actividades ensanchan los
poros y dejan penetrar el aire nocivo.
D’Agramont murió ese mismo año, a causa de la peste. Otros folletos
siguieron al suyo, todos ellos con la intención de tranquilizar a la
población, incluso a los analfabetos que escuchaban a quienes los leían
en voz alta, dándoles la sensación de poder controlar sus vidas frente a
una emergencia que, en realidad, a todos desbordaba.
El texto del leridano no se basó en la observación directa del
fenómeno, sino en las descripciones de la Biblia y de Hipócrates sobre
anteriores epidemias. Pero enseguida se advirtió que era algo nuevo,
pues causó decenas de millones de muertes en unos pocos años. En 1400
habían perecido dos quintas partes de la población de Europa, según el
historiador Hugh Thomas.
Este también cita a Bocaccio describiendo los síntomas de la
enfermedad: “Empezaba con unos bultos en la ingle o en el sobaco de
hombres y mujeres, que crecían hasta el tamaño de una manzana o un
huevo. Se extendían por todo el cuerpo. Pronto surgían manchas negras o
moradas en los muslos y otras partes del cuerpo. La mayoría de la gente
moría en tres días, en su mayor parte sin fiebre”.
Thomas también describe las consecuencias de la pandemia: “Declinó la
economía. Se abandonaron las granjas. Escaseó la mano de obra. Subieron
los precios. Miles de personas se arruinaron. Los ricos huían a sus
casas de campo. Los magistrados y los prelados abandonaron sus puestos.
Los pobres fueron los que más padecieron. Para concitar la ayuda de Dios
se acusó a los judíos. El fracaso de la Iglesia y de la Biblia impulsó
el escepticismo laico e incluso el rechazo del latín y el fomento de las
lenguas vernáculas”. Estaba naciendo una nueva sociedad.
Volviendo al presente, habremos de reflexionar sobre las huellas que
la pandemia del coronavirus puede dejar en nuestra sociedad, sobre todo
combinada con la peligrosa emergencia climática que nos toca vivir y no
parece tener visos de ser controlada.
Si en el siglo XIV se atribuía falsamente la catástrofe a
“extranjeros, prostitutas, judíos y mendigos”, con las trágicas
consecuencias que esto trajo consigo, cuidémonos en el siglo XXI de no
recaer en esas tendencias autoritarias, nacionalistas y xenófobas tan a
flor de piel cuando el miedo se extiende y las medidas de confinamiento,
como las que estos días nos tienen recluidos, excitan los ánimos y
dificultan la reflexión serena y sosegada.
(*) General de Artillería en la Reserva y Diplomado de Estado Mayor
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