Dicen que Esquerra no tiene ninguna prisa por llegar a un acuerdo con
el PSOE. Y es que mientras no den el sí, tienen a Pedro Sánchez cogido
por las solapas. Saben que su fuerza y su influencia disminuirán
sustancialmente tras la investidura. Una vez nombrado, échale un galgo.
Hay quienes dicen que este gobierno va a durar muy poco. Están un poco
despistados. Con presupuestos y sin presupuestos, en cuatro años no va a
haber quien mueva a Sánchez de la Moncloa.
El óptimo de Esquerra pasa, en consecuencia, por que la negociación
dure lo más posible, pues mientras esta se mantenga permanecerá el
chantaje. El problema es que la interinidad y el gobierno en funciones
pueden alargarse indefinidamente ya que, según el artículo 99 de la
Constitución, el plazo para la disolución de las Cortes no empieza a
contar hasta el momento en el que se produzca una investidura fallida y,
tal como han manifestado desde el PSOE, Sánchez no tiene intención
alguna de presentarse en el Parlamento mientras no cuente con los apoyos
necesarios. Curiosamente, una vez más y sin sentir el menor pudor,
adopta la misma postura que con tanta virulencia criticó de Rajoy.
Las reivindicaciones que plantea Esquerra están claras: la amnistía
para los presos y la independencia de Cataluña o, al menos, la
celebración de un referéndum. Hay muchos comentaristas que afirman con
total convicción que no es posible que el presidente del Gobierno acceda
a tales exigencias. No estaría yo tan seguro. Con Pedro Sánchez todo es
creíble. ¿Cuántas veces se ha dicho sobre él “imposible, no se atreverá
a eso”? Tantas como las que ha sobrepasado todo lo que se tenía por
líneas rojas.
Recordemos los inicios. Allá por el 2015, cuando comenzó todo, Pedro
Sánchez, habiendo obtenido los peores resultados de la historia del PSOE
desde la Transición, en lugar de dimitir, saltó por encima de Rajoy
para proponerse como candidato e intentó conseguir los apoyos necesarios
para la investidura. El Comité Federal del PSOE (entonces había Comité
Federal, no como ahora) le vetó incluso sentarse a negociar con los
partidos que defendiesen el derecho a decidir. Desde la perspectiva
actual, tal prohibición induce al sarcasmo. A la vista de los
acontecimientos posteriores, es evidente que Pedro Sánchez, ya entonces,
acariciaba la idea de constituir el gobierno que Rubalcaba calificó de
Frankenstein. Solo que no se atrevía a confesarlo. Por otra parte, era
la única posibilidad que tenía de llegar a la Moncloa.
En aquellos momentos, como era lógico, pactar con los
independentistas que defendían la declaración unilateral de
independencia y que estaban ya en pleno proceso de insurrección era
tabú, aparecía como algo totalmente impensable para los partidos
constitucionalistas. Por supuesto, ni a Rajoy ni al PP se les pasó por
la imaginación, a pesar de tener más escaños que Sánchez. Menos aún a
Ciudadanos. Pero es que también era una opción fuertemente rechazada por
todos los que representaban algo en el Partido Socialista y por la
mayoría del Comité Federal de esta formación. Los comentaristas y
tertulianos próximos a Sánchez aseguraban que bajo ningún punto estaba
dispuesto a ser nombrado presidente por los votos de los secesionistas.
Son los mismos que los que en la moción de censura aseguraron que no
pactaría con ellos y los que ahora afirman que no puede ceder a sus
reivindicaciones.
Pero a la vista de lo que ha ocurrido después, es claro que Pedro
Sánchez estaba dispuesto a salir elegido presidente con los votos de los
secesionistas y había escogido la única vía que pensaba factible para
librarse de la atadura del Comité Federal: acudir a los militantes, que,
en el fondo, son fáciles de engañar. Si entonces no acabó por poner en
práctica su plan, fue porque ese mismo Comité Federal le forzó a dimitir
para evitar que deprisa y corriendo convocase unas primarias cuya
precipitación le garantizaba el triunfo, legitimándole al mismo tiempo
para la negociación.
Que Sánchez ha estado siempre dispuesto a traspasar esa línea roja,
la de que el gobierno de la nación dependiese de partidos que estaban en
clara rebeldía, lo confirma el hecho de que no dudó en cruzarla en
cuanto tuvo ocasión. Interpuso la moción de censura. Los sanchistas
mantuvieron que para ganarla no pactaron con los secesionistas (que a
esa altura eran ya golpistas). Los acontecimientos posteriores los
desmintieron. Hay quienes continúan echando la culpa a Rajoy por no
dimitir entonces. Me da la sensación de que están un poco ofuscados. La
dimisión del entones presidente del Gobierno no hubiese arreglado nada,
porque aun suponiendo que Sánchez hubiese cumplido su palabra (que es
mucho suponer) y hubiese retirado la moción de censura, el resultado no
habría sido unas nuevas elecciones, sino otra investidura y, en esas
circunstancias, solo la podría haber ganado Sánchez, puesto que solo
Sánchez estaba dispuesto a pactar con los golpistas.
En los momentos actuales, la negociación es ya abierta y pública. Nos
hemos acostumbrado a que se den las situaciones más insólitas y
extravagantes en nuestra realidad política, y es muy posible que
terminemos viendo con naturalidad las futuras cesiones de Sánchez ante
Esquerra, esas que ahora decimos que es imposible que acepte. Las Cortes
se han convertido en una fiesta taurina o en un mercado persa. Resulta
difícil pedir a los ciudadanos que sientan respeto por el Parlamento y
por los procuradores cuando se prestan a ese juego que presenciamos el
día de su constitución, y que anuncia y pronostica espectáculos del peor
gusto. A los más viejos nos recuerda aquellas asambleas de la
universidad en tiempos del franquismo. Para estudiantes estaban bien,
aunque siempre un poco demagógicas, pero para diputados… Siente uno, una
cierta vergüenza.
La Presidenta del Congreso (del PSC, por cierto, que es ahora la
formación que manda en el PSOE) ha admitido todo tipo de juramentos
chuscos y estrafalarios. Todo indica que permitirá las situaciones más
delirantes y ofensivas con tal de no molestar a los que van a ser socios
de su jefe. El juramento de la Constitución se ha transformado en una
farsa, un esperpento, una gran mentira. Las múltiples versiones elegidas
tienen todas la misma finalidad, ocultar que juran la Constitución, los
mismos que quieren por todos los medios, legales o ilegales, acabar con
ella. Algo de culpa tiene el Tribunal Constitucional por no querer
embarrarse y cerrar el melón que un día abrió al haber aceptado lo de
por “imperativo legal”, que en sentido estricto es una payasada porque
-como señaló muy atinadamente el magistrado Marchena- todos lo hacen por
imperativo legal. Pero los perjuros lo son con imperativo legal o sin
imperativo legal.
Los sanchistas han asumido ya el término conflicto político, empleado
antaño por ETA y actualmente por los nacionalistas catalanes. El
lenguaje no es neutral y detrás se encuentra la concepción que se tiene
de una determinada realidad. Con la expresión conflicto político los
independentistas pretenden presentar lo que ocurre en Cataluña como el
enfrentamiento entre dos entidades políticas soberanas que deben
negociar de tú a tú, en igualdad de condiciones y con un intermediario
internacional, relator o como se le quiera llamar. Con ese término
intentan negar al mismo tiempo que exista un conflicto de otro tipo, en
concreto, unas actuaciones delictivas y punibles.
Hablar de que el problema en Cataluña es político es decir una
obviedad porque político es todo lo que afecta a la ciudad (polis), al
Estado, incluyendo el Código Penal. El problema del independentismo
comenzó además a ser penal desde el mismo momento en el que los partidos
nacionalistas se rebelaron contra la Constitución, el Estatuto y las
leyes. Fueron ellos los que se adentraron en el ámbito judicial, al
querer romper el país por la fuerza, al dar un golpe de Estado y
pretender mantenerlo vivo. Es un problema de orden público para España y
de convivencia para Cataluña. Una parte no mayoritaria de la población
catalana pretende despojar al resto de los catalanes y de los españoles
de su soberanía y de su derecho de decidir sobre Cataluña.
Sí, nos estamos acostumbrando a las situaciones más incongruentes y
disparatadas que están distorsionando nuestra realidad política. El
Estado está consintiendo que aquellas formaciones políticas que han
perpetrado un golpe de Estado, y que están dispuestas a repetirlo,
continúen al frente de unas de las mayores Comunidades de España y, por
lo tanto, contando con poderosos medios, entre ellos un ejército armado
de 17.000 hombres, los mismos medios que les permitieron intentar
subvertir el orden constitucional. Las contradicciones surgen en
cascada.
Los encargados de controlar el orden público son los mismos que
jalean o se ponen a la cabeza de la anarquía y el desorden. Los
detenidos y los responsables de prisiones pertenecen a la misma secta.
El presidente de la Generalitat, que lo es solo por gracia de la
Constitución Española, reniega de ella, afirma que no la reconoce y que
por su cuenta y riesgo los golpistas están redactando otra para
Cataluña. El presidente del Gobierno español, como le recuerda Rufián a
menudo, debe el cargo a los condenados por sedición, y ahora negocia de
nuevo con ellos para asegurarse el puesto. Los líderes de las
principales organizaciones sindicales van en romería a la cárcel de
Lledoners con plegarias y rogativas dirigidas a quien la justicia ha
considerado jefe de la intentona.
El Ministro de Fomento en funciones y secretario de organización de
lo que queda del PSOE afirma que “hay que buscar cauces de expresión, de
tal forma que no sea necesario, ni nadie tenga que recurrir a situarse
fuera del ordenamiento jurídico”. Por nadie se entiende los golpistas.
Bien es verdad que lo mismo podríamos hacer con los rateros, los
ladrones, los defraudadores, etc., buscar fórmulas para que puedan
robar, defraudar, estafar, sin que tengan que situarse fuera de la ley.
Hasta ahora creíamos que el vehículo destinado a resolver los problemas
políticos era el Parlamento. Pero he aquí que no, por eso el PSOE y
Esquerra se van a negociar a Barcelona. Habremos de acostumbrarnos a las
situaciones insólitas. Ábalos las califica de obvias y se pregunta por
qué lo obvio genera escándalo. Puestos así, puede ser que terminemos
admitiendo como obvio que al presidente del Gobierno español lo invista
el Parlament de Cataluña.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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