Aprovechando quizá el éxito de El orden del día , se ha editado este año la traducción de La batalla de Occidente,
un libro de Éric Vuillard (2012) que recrea el ambiente de exacerbación
nacionalista que hizo posible el desastre decisivo de la Gran Guerra
europea, comienzo del suicidio que Europa perpetró durante la primera
mitad del siglo XX.
No es una crónica sino un cuadro impresionista en el
que se mezclan escenas terribles, personajes obtusos, obsesiones
ordenancistas, absurdos diversos y sinvergonzonerías varias, todo ello
adobado con grandes dosis de exaltación patriótica, desprecio por la
vida y la dignidad de las personas, cerrazón mental, supremacismo
desbocado y odio cerril al otro.
Desde el principio –escribe Jacques Barzun– cada
contendiente entabló una lucha ideológica acompañada de una denigración
sistemática del otro . Para comenzar, el arte enemigo debía
prohibirse en el escenario, el museo y la sala de conciertos.
Y había
que demostrar que los pensadores enemigos habían generado el carácter
agresivo de la otra nación. Así, para los franceses, los alemanes
siempre habían sido unos invasores bárbaros destructores de Roma, que
ahora atacaban a un pacífico Occidente; y los franceses estaban
obsesionados, según los alemanes, en dominar Centroeuropa sin reparar en
medios. Gran Bretaña, por su parte, seguía con su política tradicional
de injerencia en el Continente, siempre en contra de la nación más
fuerte y avanzada, para asegurarse una hegemonía basada en el dominio de
los mares y el comercio en ellos.
Pocos intelectuales escaparon de este alineamiento regimental. En Francia, osó hacerlo Romain Rolland, autor de Au-dessus de la mêlée ,
un breve texto en el que defendía el carácter unitario de la cultura
occidental y lo absurdo del enfrentamiento; fue crucificado. Y en Gran
Bretaña, Bernard Shaw desmontó los tópicos intelectuales del
pensamiento belicista en El sentido común y la guerra ; y también se enfrentó a la ola patriotera el político Ramsay MacDonald.
¿Qué había sucedido? Según Margaret MacMillan, la idea de
que las tensiones en Europa se debían a la rivalidad económica no es
evidente: en los años previos a 1914 aumentaron el comercio y las
inversiones entre Gran Bretaña y Alemania. Los banqueros y los
empresarios veían con temor la perspectiva de una guerra.
El industrial
alemán Hugo Stinnes alertó a sus compatriotas contra la guerra,
afirmando que el verdadero poder de Alemania era económico y no militar:
“Permitan tres o cuatro años más de desarrollo pacífico y Alemania será
el amo económico indiscutible de Europa”. Sigmund Freud lo vio claro
en El malestar en la cultura: “Son precisamente las comunidades
con territorios colindantes, y relacionadas entre sí de diferentes
maneras, las que mantienen constantes disputas y se dedican a
ridiculizarse unas a otras”.
El nacionalismo, como versión agresiva del patriotismo,
dio paso a un militarismo que venía de arriba y también de abajo.
Creció la influencia de los militares como defensores de la nación y, en
Alemania, como sus creadores. Según MacMillan, un mayor alemán le dijo
al periodista francés Bourdon en 1913: “Tal o cual país puede poseer un
ejército, pero Alemania es un ejército que posee un país”; y el
ministro de Asuntos Exteriores ruso, Izvolski, apuntó que “el desarme
era una idea de judíos, de socialistas y de histéricas”.
El desenlace de este desvarío fue terrible. Un profesional del ramo, el mariscal Von Moltke, el Viejo ,
predijo que las guerras de gabinete habían pasado y que comenzaba una
nueva era de guerras entre pueblos. Así fue, ¡y hasta qué punto! Veinte
años después se repitió el envite con idénticos resultados
autodestructivos. En 1945, Europa se había suicidado. Vino luego,
inevitable y justa, la descolonización.
Hoy, la hegemonía europea es
sólo un recuerdo. Pero la causa que precipitó su declive subsiste viva a
otra escala, en la afirmación trascendente de nosotros frente a los otros :
aquí estamos y queremos mandar aquí porque es nuestro, por lo que
vosotros que habéis venido luego, desde fuera, no nos perturbéis...
En su libro Naciones y nacionalismo desde 1780 , Eric Hobsbawm escribe que “en un mundo que ya no cabe dentro de los límites de las naciones y los estados nación (…)
el nacionalismo ya no es un programa político mundial, (sino) a lo sumo
un factor que complica”, es decir, una regresión, ya que “la crisis del
gran Estado nación es también la crisis de los estados nación pequeños,
sean antiguos o nuevos”.
Aunque a la vista está que este pensamiento no
es unánime.
(*) Abogado y notario
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