Decía el poeta italiano Cesare Pavese que no recordamos días,
recordamos momentos. El edificio de mi memoria está cimentado sobre los
recuerdos de mi infancia en el mar Menor, pero por más esfuerzos que
hago, esas remembranzas no pueden situarse en hechos aislados o días
concretos, sino en una infinidad de momentos mágicos que a lo largo de
una vida se engarzan como una letanía de presencias.
Momentos que huelen a los melocotones carnosos que comía de niño
mientras me bañaba en Los Urrutias en un agua que entonces era azul y al
ozono dulzón que dejaban en el aire las primeras tormentas de
septiembre. Lapsos de historia que saben a bolsa de pipas, a tortilla
francesa y a limón granizado. Recuerdos que tienen el sonido de un cine
de verano, de una excursión en bicicleta, de un tocadiscos de vinilos
rayados en el guateque de una terraza, a oscuras.
Veranos tan calientes
como el primer beso, tan arrebatadores como el primer amor, tan
dolorosos como el primer desamor. Recuerdo con intensidad aquellos
veraneos interminables en el mar Menor, desde finales de junio a
mediados de septiembre, en los que hasta se te olvidaba lo que era una
ciudad. Vacaciones de familia, caseras, con los vecinos de toda la vida.
De noches de tertulia y abanico en la calle en un corrillo de sillas de
anea. De baños interminables y de siestas soporíferas y obligatorias.
El ritual era siempre el mismo. Acababa el colegio y mi padre nos
embarcaba en el viejo Renault 12, tan lleno de bultos que le crujía el
alma de latón, para trasladarnos a la casa del abuelo Yuste a orillas de
esta laguna mágica. Una migración anual huyendo del bochorno que a
finales de junio empezaba ya a derretir el asfalto de la ciudad.
Recuerdo como si lo tuviera dentro ahora mismo el aroma pútrido de las
algas acumuladas en la orilla durante el invierno jugueteando en mi
nariz y la luz plana y cegadora que me hacía cerrar los ojos cuando
abríamos por primera vez la puerta delantera de la casa, que daba al
mar.
Allí enfrente estaban esperándome como siempre la isla Perdiguera y
la del Barón, la delgada línea de La Manga, las dos palmeras de los
Salinas, los toldos de cañizo, la playa de arena de un color gris
apagado y los puntitos blancos que delataban alguna vela faenando cerca
de la Puntica.
El horizonte infinito, la vastedad literaria del mar.
“Quien busque el infinito que cierre los ojos”, escribió Milan Kundera.
Yo los cerraba ante la promesa de días eternos de holganza infantil, de
unas vacaciones que duraban una vida.
Casi podría decir que he nacido aquí, al pie de la laguna que una vez
fue mágica del mar Menor, porque todos los veraneos de mi vida, desde
el primero, han tenido como escenario este universo de pequeños mundos
acuosos.
Y siempre que regresaba me asaltaba la inquietud de que hay
algo en el mar Menor que estanca el tiempo. Puede que sea esa luz
excesiva que hace daño a las retinas o esa sensación de lejanía que
provoca la vastedad del mar punteado por los espolones volcánicos de las
islas, del mar chico en tamaño pero océano en emociones.
En el mar Menor la luz tiene ese matiz cegador de los cielos diáfanos
que solo se ven en los confines del planeta. El cielo es una caja de
vientos, vientos bonancibles y somnolientos. Vientos húmedos cargados de
amenazas de tormenta cuando soplan de levante y arrancan pequeños
remolinos blancos al oleaje.
Vientos dorados, de tarde plomiza de
agosto, de calígine bochornosa que cubre la laguna con un sopor cansino
cuando suspiran de lebeche. Vientos que ralentizan el tiempo y zarandean
los recuerdos de los habitantes de esta laguna salada, que más que un
mar chico es un espejo líquido donde se mestizan atardeceres de almagre,
siestas de silencios, tardes de invernal melancolía, baños de azul
luminoso, noches con olor a salitre.
Pero todo eso era antes. Antes de que la desidia, el abandono, la
codicia y la ineptitud nos robaran el mar Menor. Primero fue la minería;
después, la construcción salvaje y sin orden. Y ahora, la agricultura
intensiva, que nos la venden como motor de progreso pero que esconde una
carga de profundidad -nunca mejor dicho- que termina desaguando en el mar Menor y lo ha convertido en una sopa verde irreconocible.
Antes en el mar Menor había balnearios y caballitos de mar y barcas a
remo y cines de verano. Ahora hay peces muertos y aguas turbias. ¿Quién
nos ha robado el mar Menor de nuestra infancia? Quizá entre todos lo
matamos y el solo se murió. O se está muriendo.
Soy pesimista. Para revertir esta situación hace falta inteligencia, tiempo y coordinación entre administraciones.
Y ninguna –muy en especial la primera– parece ser una cualidad de nuestros gobernantes.
En Murcia están pidiendo un 155 ecológico. No me extraña. Por favor,
quítenle las competencias de Medio Ambiente a estos incompetentes y que
alguien con dos dedos de frente se ponga al mando.
(*) Periodista
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