Mi artículo de ayer en elMón.cat, titulado La revolución catalana,
en el que, con el ánimo más constructivo posible, se pretende aclarar a
los jueces la diferencia entre una rebelión que se afanan en buscar y
no encuentran y una revolución que se encuentran a cada paso sin
buscarla.
Aclaración necesaria porque en la formación intelectual de sus
señorías impera una lógica franquista que no les permite ver la
realidad. No existe rebelión porque no hay violencia. Hay una
revolución. Pero esta no puede perseguirse penalmente. No es un
concepto jurídico, sino prejurídico, político, sociológico, filosófico.
No es un delito.
Más fríamente: la revolución solo es delito si fracasa
porque, entonces, los vencedores juzgarán a los vencidos con su código y
los acusarán de rebelión. Eso es lo que hizo Franco: condenó por
rebelión a quienes habían defendido la legalidad frente a su rebelión.
Que esto fuera justo o no, en aquella situación de dictadura, era
indiferente. Como lo es ahora en la de dictadura actual.
Pero
eso es solo si la revolución fracasa. Si triunfa se inaugura un orden
jurídico nuevo en el que aquella acusación de rebelión se reduce a lo
que es: un disfraz jurídico de una persecución política, ideológica,
contra el independentismo. Que la revolución no violenta, democrática,
transversal, fenómeno político articulado a través de la desobediencia y
la resistencia pacífica, triunfe o no, no depende de los tribunales,
sino de la correlación de fuerzas entre el independentismo y el
nacionalismo español en el contexto internacional de hoy.
Aquí, la versión castellana:
La revolución catalana
Sus
señorías están desconcertadas. Llevan seis meses hablando de rebelión y
esta no se manifiesta por lado alguno; al menos según su propia
definición que exige la presencia de violencia. Violencia de verdad, no
la imaginaria. No un ceño fruncido, una voz más alta que otra o algún
gruñido. Violencia en serio. Como la que ejercen las fuerzas de
seguridad del Estado cuando reciben la orden de apalear ciudadanos sin
miramientos. De ahí, para arriba.
Violencia como el atentado de las
Ramblas. Y de eso no hay ni rastro en la acción del movimiento
independentista que lleva años ejerciéndose y en todo tipo de contextos.
No hay violencia y no pueden inventársela, aunque lo intentan. Por
tanto, no hay rebelión.
Lo
que hay es una revolución. Pero esta no está en el código penal, no es
un delito. Es un concepto político y hasta filosófico pero no jurídico.
Y, sin embargo, en cuanto alteración radical del ordenamiento jurídico
es el peor y más general de los delitos. Pero no se puede castigar por
no estar definido como tal.
Y no se puede castigar porque, además de lo
problemático de la definición, el derecho penal de la modernidad, como
el civil, nace precisamente de una revolución, la francesa. En realidad,
la rebelión no es más que una revolución fracasada y reprimida por el
poder. Cuando triunfa, nadie la condena y hasta es la fuente del
derecho.
Es
el caso de la revolución catalana, a la que el Estado, evidentemente,
no puede hacer frente porque no la entiende. Hace años que los
comportamientos individuales y colectivos del independentismo catalán no
encajan en los tipos delictivos del derecho penal español.
Como tampoco
lo hacen en los esquemas mentales de los políticos que rivalizan (o
debieran rivalizar) por conseguir la gobernación del Estado. Aplican
estos concepciones estereotipadas trasnochadas, incapaces de dar cuenta
de la novedad del independentismo catalán. Y llegan al delirio.
El
señor Sánchez ha arremetido contra el “supremacismo” y “racismo” del
señor Torra con una base documental falsa y manipulada con auténtica
pasión justiciera. Lo ha comparado con Le Pen muy contento de haber
encontrado un supuesto punto débil en el adversario, lo que le ahorra
tener que razonar por qué está en contra de las demás cuestiones.
Sin
embargo resulta que el señor Torra no es racista ni xenófobo y, para
amigos de Le Pen, los socios de Sánchez, C’s, que se fotografían
gustosos con cuanto lepenista encuentran y andan en negociaciones con el
señor Valls, el de la expulsión de las niñas gitanas.
Esta
obstinación en que nada se mueva, en que no hay innovación, muy típica
de España, va contra el ciclo largo de cambios que se viene dando en
Europa desde el fin de la guerra fría y la división en bloques. Todo el
sistema político continental ha tenido y sigue teniendo cambios de gran
envergadura.
Han aparecido y desaparecido Estados, han cambiado
regímenes políticos, han mutado o se han reformado estructuras
constitucionales, ha habido cambios radicales de sistemas de partidos,
las fronteras heredadas de la guerra han mudado, se han creado y
destruido asociaciones, alianzas y coaliciones de todo tipo, las
ideologías han resucitado y son administradas por los medios de
comunicación.
Algunos
ejemplos de innovaciones y singularidades: en Portugal hay un gobierno
de unidad de la izquierda que funciona; en Italia se inicia un curso
tempestuoso de la mano de dos partidos que todos califican de
antisistema, La Liga y el M5 estrellas, por el que nadie daba un euro
hace un par de años; la UE, aquejada de Brexit, tiene que encontrar una
nueva forma de justificación y organización.
En
ese clima europeo de cambio y mudanza, la revolución catalana como un
movimiento transversal, sin distinción de clases, pacífico, cívico,
democrático con un enorme respaldo social a través de asociaciones que
forman un entramado con gran capacidad de movilización es un fenómeno
nuevo para el Estado. No lo es en sí mismo, pero sí para un Estado que
jamás se vio obligado a enfrentarse a él más que por la fuerza de las
armas. Y ahora no es el caso. Y no sabe qué hacer.
La
falta de competencia y experiencia de los políticos españoles se debe a
que nunca han tenido que hacer política de verdad. Nunca por ejemplo ha
habido gobiernos de coalición en España desde la muerte del dictador.
Su espíritu es de imposición y no de negociación y, a base de perseverar
en ese error, a base de abordar una cuestión política como una de
orden público, a base de judicializar y, por tanto, cegar, toda
posibilidad de entendimiento, han llevado la situación a un punto de
todo o nada.
Un
punto en el que creen que van a ganar porque el nacionalismo español
tiene la fuerza y la emplea y el independentismo catalán está
“descabezado”, maniatado, controlado e intervenido. Da la impresión, sin
embargo de que es al revés: el nacionalismo está al final de la
escapada pues únicamente puede conservar su dominio en Catalunya por
medios represivos, a través de una dictadura de hecho que no podrá
prolongar.
Enfrente
se encontrará una sociedad en revolución, no en rebeldía, que no está
dispuesta a ser gobernada como una colonia. Y la desobediencia civil y
la resistencia pacífica de esa sociedad acabarán prevaleciendo sobre la
imposición.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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