"Una nación se hace lo mismo que cualquier otra cosa. Es
cuestión de 15 años y de un millón de pesetas. Con un millón de pesetas
yo me comprometo a hacer rápidamente una nación en el mismo Getafe, a
dos pasos de Madrid. Me voy allí y observo si hay más hombres rubios que
hombres morenos o si hay más hombres morenos que hombres rubios, y si
en la mayoría, rubia o morena, predominan los braquicéfalos sobre los
dolicocéfalos, o al contrario.
Es indudable que algún tipo antropológico
tendrá preponderancia en Getafe, y este tipo sería el fundamento de la
futura nacionalidad. Luego recojo los modismos locales y constituyo un
idioma. Al cabo de unos cuantos años, yo habría terminado mi tarea y me
habría ganado una fortuna. Y si alguien osaba decirme entonces que
Getafe no era una nación, yo le preguntaría qué es lo que él entendía
por tal y, como no podría definirme el concepto de nación, le habría
reducido al silencio".
El manual de uso para la
construcción de una nación, en el que todavía suenan ecos frenológicos,
se debe a Julio Camba. Leído hoy, mantiene plena vigencia en una España
pródiga en protonaciones y estructuras políticas admisibles dentro de
su, al parecer, eterna y nunca atendida, condición plurinacional.
Como respuesta a esta tendencia balcanizante exacerbada gracias al bisturí lingüístico y un racismo transformado en supremacismo, ha nacido Tabarnia,
proyecto tan nutrido de ironía como cumplidor de los principales
requisitos que establece la Constitución de 1978 para la configuración
de una comunidad autónoma, pues es evidente que Tarragona y Barcelona
son "provincias limítrofes con características históricas, culturales y
económicas comunes".
Adelantándose a Puigdemont, no por casualidad huido en la misma Bruselas que erigió una estatua a Francisco Ferrer y Guardia, Albert Boadella ha tomado posesión desde Madrid de una Tabarnia hoy tan imaginaria como la sedicente República Catalana que
cree presidir Puigdemont, quien, investido de tan borrosa autoridad, se
permite enmendar la plana a la comunidad europea que hasta hace poco
era la tierra prometida de su secta, obsesionada por trocar los Pirineos
por un Ebro tras cuyas aguas acecha la siempre intolerante España.
Virtualidades
aparte, Tabarnia ha conseguido lo que no han logrado los catalanistas,
replicantes terminológicos y a menudo estéticos del mundo abertzale:
internacionalizar el conflicto. Un conflicto cuyo resultado más visible
es la quiebra, o por mejor decir, las quiebras, de Cataluña, plenamente
visibles cuando los representan de la mitad de la comunidad autónoma,
crecidos en su localismo, declararon una independencia que en presencia
de los togados quedó reducida a una mera cuestión simbólica.
Al margen
de cuestiones penales, el daño ya estaba hecho, y la reacción de gran
parte de la ciudadanía, multitudinariamente visible el día 8 de octubre
de 2017, ha dado paso a operaciones como la que encabeza Boadella,
perfecto conocedor de los tópicos propios de quienes le empujaron a
abandonar su tierra.
El neologismo, Tabarnia, da cauce a una
estrategia especular que devuelve a los catalanistas, representados por
la fantástica Tractoria en la cual los vehículos agrícolas
roturan el terruño del que emanan telúricos aromas identitarios, sus
propios argumentos. Si para los sediciosos la oposición se establece
entre la oprimida Cataluña y la oscura España, para los urbanitas
habitantes de Tabarnia, Tractoria representa la mutilación de las
libertades e incluso el expolio económico.
Si para los primeros España,
olvidados ya de la confesión de Pujol, es quien roba los frutos de un
incomprendido y laborioso pueblo; para los segundos, es la Cataluña
financiada y rural, semillero de votos independentistas, quien lo hace.
Tabarnia, en suma, no es sino el uso, a escala y en sentido contrario,
de la estrategia seguida por quienes han parasitado a la Nación española
invocada por Boadella tras su sonoro corte de mangas.
Más allá de lo paródico, la metropolitana Tabarnia, a la que se sumarán muchos por puro oportunismo, desvela uno de los grandes problemas que aquejan a España, sus graves desequilibrios poblacionales que,
unidos a la grave crisis demográfica, producirán resultados
imprevisibles en un futuro no muy lejano. La abigarrada Tabarnia
sustenta a una Tractoria mucho menos densa, hecho que se repite en
amplias áreas de España cuyos habitantes se concentran en puntos muy
concretos.
Lo que Barcelona es para Cataluña, Madrid lo es para
Castilla, amplísimo territorio en el que hace años arraigó un proyecto
que tiene algunas semejanzas, pero también notables diferencias, con el
que ahora protagoniza la actualidad mediatica. El nombre escogido fue Celtiberia, y no iba referido a una España de tintes esencialistas. Tampoco al estridente mundo, con el show por
apellido, que tan bien supo retratar Luis Carandell.
En este caso se
trató de una serie de comarcas de Teruel, Cuenca y Soria, pertenecientes
a tres comunidades autónomas diferentes. Un territorio que anhela
obtener la categoría de Eurorregión, que siempre es Europa el lugar
donde se buscan las soluciones a los males nacionales. La Siberia española, así llamada por su extremo clima, pero sobre todo por la bajísima densidad de su envejecida población, ha ofrecido más materia editorial que resultados en las instancias europeas.
Sea
como fuere, Tabarnia y Celtiberia vuelven a poner sobre el tapete
político hispano el secular problema de todos y partes que con tanto
cálculo -nacionalidades y regiones- se incluyó en una Constitución, la
de 1978, cuyos redactores escribieron sobre una falsilla territorial y
económica marcada por la existencia de puntuales focos industrializados y
regiones humanamente descapitalizas. Un problema, el de la
compartimentación de la nación, que históricamente cuenta con un
precedente, el cantonalismo decimonónico de tintes anarquistas y
espiritualistas que todavía permanece alojado en muchos de los llamados
movimientos antisistema, siempre dispuestos, por otra parte, a arrimar
el hombro en la causa catalanista.
Si la senda historiográfica nos lleva
a dichos antecedentes, el prisma, a menudo empañado, de la sociología
de los pueblos, nos conduciría a un individualismo, el típicamente hispano, solo reconducible a través de instituciones locales,
de radio corto, garantes de la máxima, pueblo pequeño, infierno grande,
del que toman prudente distancia los de la parcialidad tabarnesa.
Tabarnia y Celtiberia, al tiempo que muestran algunos de los más genuinos resultados de la España constitucional,
transformación de un franquismo que trató, con éxito desigual, de
introducir dinamismo industrial y económico a golpe de polos de
desarrollo, se insertan dentro de un fenómeno de más amplia escala, el
de la convivencia de grandes ciudades, resultado de la fusión de los
centros históricos con sus coronas metropolitanas, con enormes espacios
vacíos. Sin embargo, pese a sus semejanzas, la Castilla y la Cataluña
vacías han dado productos ideológicos contrapuestos.
Si en la Cataluña
interior se custodian las esencias nacionalistas de resabios carlistas,
el páramo celtibérico ofrece únicamente desolación. Si en Celtiberia los
deshabitados pueblos y sus cumbres marcan tan sólo cotas de nieve, las
montañas catalanas, Montserrat o Tagamanent, son el punto de llegada de
viajes iniciáticos. Siendo hoy impensable, afortunadamente por
innecesario, un movimiento parecido al de Tabarnia en Castilla, es
oportuno recordar las palabras de Sócrates, hoy plenas de actividad
dentro de la controversia suicida y cainita que se vive en Cataluña:
"Los campos y los árboles nada me enseñan, y sólo en la ciudad puedo
sacar partido del roce con los demás hombres".
(*) Autor, entre otros, de Sobre la Leyenda Negra (Encuentro, 2014) y El mito de Cortés (Encuentro, 2016).
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