A veces me tachan de hiperbólico por hablar de Revolución catalana. No será para tanto. Pero sí, bien se ve, para la rebelión.
Grandes palabras. Aquí se avecina la habitual polémica jurídica sobre
la tipificación del delito presunto. ¡Falta el inexcusable requisito de
la violencia! se indignan algunos. Eso ya lo ha pensado este fiscal que
está en todo, incluido el mundo de la fición novelesca. El asunto
depende, razona el jurista, de lo que se entienda por violencia y, para
ello, nada mejor que proporcionar una medida objetiva: la votación del
referéndum (ese que no existió, según doctrina de su jefe) fue en
realidad, un "levantamiento violento".
El mismo fabulador ya había dado
muestras de su encendida prosa en su requisitoria para procesar a los
dos Jordis ante el TSJC, calificando las multitudes o muchedumbres
causantes de los supuestos ilícitos de turbas. No le salió en el TSJC que, al parecer, no apreció delito en las turbas
y su señoría llevó los papeles a la Audiencia Nacional, dándose la
feliz circunstancia de que estaba de guardia la jueza Lamela quien
entendió enseguida la perversidad de las turbas y encerró sin mayores
miramientos a los dos Jordis.
No
hubiera sido preciso hilar tan fino (si tal puede decirse) con las
turbas. La jueza Lamela ya dio en su escrito justificando la prisión
preventiva sin fianza prueba de una fecunda imaginación para encajar
tipos delictivos a su buen criterio. De forma que, oh nueva dicha y
felicidad, Lamela vuelve a estar de guardia cuando el fiscal presenta la
querella por rebelión contra Puigdemont. Suena, ¿verdad? "Puigdemón a
prisión" gritan los manifestantes y coreaban hace poco unos funcionarios
del Tribunal Supremo, en evidente muestra del clima de imparcialidad de
todos los estamentos de la justicia.
Fulminante,
la jueza, cita a declarar al MHP y sus colaboradores mañana y ya les ha
preparado fianzas de seis millones de euros. Como es altamente
previsible que no comparecerán, habrá de librarse una orden europea de
detención que iniciará un largo proceso de actos administrativos,
judiciales, recursos, alegaciones, contrarrecursos, apelaciones.
A
lo largo de él habrá tiempo para acumular pruebas más que de sobra para
demostrar que no hay ninguna posibilidad de garantizar un juicio justo a
Puigdemont. No es muy trabajoso. Basta recordar que España ocupa el
lugar vigésimo segundo de los 28 Estados de la UE y el septuagésimo segundo de los 148 analizados en el Foro Económico Mundial en
punto a independencia judicial y es probable que hasta el ministro
Català entienda que alguna relación hay entre las garantías de juicio
justo y la independencia judicial.
Cuando se tienen estas calificaciones
es muy difícil convencer a nadie (salvo quizá a los croatas o a los
iraníes, que aun están peor) de que en España cabe garantizar un juicio
justo a nadie. Con mayor razón a Puigdemont, cuya peripecia jurídica
resume nuestro fiscal literato como "Más dura será la caída". Es decir,
el hombre llevaba tiempo pensando en su desquite.
Pero
se va a quedar con las ganas y es de temer que la jueza Lamela también.
Deberán conformarse con administrar su justicia en tonos menores,
procesando aquí a allá a quien puedan y desmantelando organismos e
instituciones de la Generalitat. En esto, Rajoy ha entrado como el
ejército imperial en Roma en 1527, a saco. Parece poseído de un frenesí
destructivo: ha suprimido el Consejo Nacional para la Transición (quizá
en un acto fallido) y todos los institutos y órganos del autogobierno,
con especial saña el llamado Diplocat.
Y
no iba a suspender la autonomía de Cataluña, no. La ha aniquilado. Para
nada. Porque es imposible que la virreina y el consejo del virreinato
puedan hacer algo con una administración animada de un espíritu de
resistencia pasiva y desobediencia no violenta en todos los niveles,
desde el autonómico al municipal.
No hace falta remontarse al Duque de Alba. Basta señalar los tres ejes que definen el momento español como una remake
del franquismo: tenemos cientos de miles de emigrantes ganándose la
vida como pueden, tenemos presos políticos y un gobierno en el exilio.
Lo suficiente para convencer a cualquier autoridad belga, administrativa
o judicial, unipersonal o colectiva. No hay garantías de un juicio
justo para Puigdemont porque esta sigue siendo la España de Franco.
Ese
periodo de pugna jurídica irá paralelo a los preparativos para las
elecciones del 21D, convocadas, obviamente, por presión europea y a
regañadientes del gobierno. Las elecciones dilucidarán la pugna
judicial: si los indepes las ganan, Puigdemont regresará a España como
presidente del govern; si las pierden, como presunto
delincuente. La sociedad catalana, el electorado catalán está forzado a
una decisión entre salvar a su presidente o dejarlo a merced de unos
vencedores que de sobra han demostrado no tener ninguna. El voto se
volcará a favor del Presidente. Es de prever una mayoría independentista
superior a la de diciembre de 2015.
Frente
a ella, la derecha afila dos guadañas. Una es la grosera: se aplica de
nuevo el 155 y se vuelve a aplicar hasta que los catalanes voten como
Santiago y cierra España manda. La otra es la refinada: se recuerda que
unos resultados electorales no pueden eximir de responsabilidades
penales y, por tanto Puigdemont deberá ser procesado aun habiendo sido
elegido.
La
inopinada finta de Puigdemont ha internacionalizado de golpe el
conflicto y lo ha situado en el corazón de Europa que ahora seguirá el
desarrollo de las elecciones con suma atención. Al igual que lo hará con
el trato que reciba durante la campaña electoral una población muy
activa y muy movilizada en materia de derechos y libertades.
Querían
unas elecciones autonómicas y se han encontrado con el referéndum que
se negaron a aceptar de principio y por principio y, encima, bajo los
focos de la atención mundial.
Si
ganan los independentistas, Cataluña habrá consolidado su República.
¿Es o no una revolución? Y los reconocimientos exteriores empezarán a
llegar.
Puigdemont en el lexilio
Ironías de la vida. Quiere el destino
que Puigdemont esté hoy paseando por esas calles de Bruselas por las que
también anduvo Karl Marx, en su exilio belga entre 1846 y 1848, periodo
en que se escribió El manifiesto del Partido Comunista. Hoy no
es el fantasma del comunismo el que recorre Europa. Es el del
nacionalismo. Algunas de las fuerzas que entonces se unieron para
conjurar el primero siguen presentes; las más, han desaparecido, pero su
lugar lo ocupan otras nuevas. Ayer: el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes. Hoy: el Papa y Juncker, Rajoy y Macron, los progres griegos y la CIA yanqui.
Aquí mi artículo de hoy/mañana en elMón.cat, titulado "Desde Bruselas con firmeza y dignidad".
No es necesario extenderse mucho. Creía el triunvirato del 155 (el
Sobresueldos y sus dos monaguillos) que bastaría con dar un golpe de
Estado, tomar medidas represivas y prevenir a sus jueces de guardia para
que cumplieran con su rol de sombríos ejecutores para que la
resistencia del independentismo se desmoronara.
Es
el lenguaje típico de la derecha española (esa que es extrema derecha,
pero se llama "centro derecha"): represión, violencia, agresión. No
saben gobernar sin montar guerras. Gobernó Aznar y nos metió en una
guerra internacional (doscientos muertos y mil heridos); gobierna el
Sobresueldos y nos mete en una guerra interna (por ahora, mil heridos,
pero no ha hecho más que comenzar), marca de la casa que la izquierda
socialista, convertida en barragana del poder, aplaude con grititos de
alegría.
Pero
esta vez, las cosas serán distintas. El enemigo de esta coyunda de
oligarcas, curas, ladrones, fascistas y miserables comparsas socialistas
que se manifiestan junto a los franquistas mientras los suyos,
asesinados por estos, siguen en las cunetas está más fuerte que nunca,
más únido que nunca y tiene unos dirigentes de probada voluntad
independentista. Es posible que Puigdemont, como Marx, como Trotsky en
su día, como Assange hoy, tenga que seguir peregrinando en busca de
asilo. Pero la victoria del independentismo está cantada.
Aquí, la versión castellana:
Desde Bruselas, con firmeza y dignidad
¿Qué
cabe pensar de un Estado cuyo Fiscal General, reprobado por el
Parlamento, encabeza un escrito de querella judicial contra unos
ciudadanos con el título (por lo demás bastante manido) de “Más dura
será la caída”? Obviamente, que el Fiscal no es digno del cargo. Pero
que este funcionario, movido por el odio, revele su talla moral de
pigmeo, muestra también que el Estado no existe como Estado de derecho,
sino como una partida de la porra. Una partida que se mueve al grito ese
de sus cultas huestes del “a por” (sic) ellos”.
Que
el Estado español –al que la prensa del régimen llama “democrático de
derecho”- es un Estado del “a por” ellos se demuestra también por el
hecho de que haya encarcelado sin base jurídica y por razones políticas a
dos ciudadanos a los que mantiene en prisión como rehenes. Un Estado
con presos políticos y cargos públicos democráticos en el exilio no
puede ser de derecho. Por el partido del gobierno que lo rige, el
partido de la Gürtel, parece y actúa más como una mafia que como un
Estado.
La
mafia del 155, nieto del artículo 48 de la Constitución de Weimar de
1919, con el cual se abrió el camino a Hitler, el holocausto y la
guerra. El artículo de la llamada “dictadura constitucional” que el
presidente de los sobresueldos está dispuesto a emplear hasta sus
últimas consecuencias que, por fortuna, ya no incluyen la de contar con
esbirros que le entreguen al presidente de la Generalitat para hacer con
él lo que su portavoz Casado anunciaba con fruición, convertirlo en un
Companys.
Frente
a este atropello a la tradición de libertad y democracia de Europa,
Puigdemont ha tenido el acierto de presentarse en el corazón mismo del
continente, en ejercicio de sus derechos de ciudadanía europea. La
ciudadanía cuya naturaleza desconoce Rajoy porque también desconoce la
de la ciudadanía española en la medida que tenga algo de dignidad y, por
supuesto, la catalana, que le produce urticaria.
Aparte
de este valor simbólico de la comparecencia de Puigdemont, deben
considerarse dos factores más. En primer lugar, el presidente sigue al
mando y cumpliendo su función de legítimo representante de la República
Catalana, a la par que dando a esta una visibilidad y proyección
internacionales que jamás han conseguido los grises miembros de la
partida de la porra que pasa por gobierno de la “gran nación”.
Es
decir, toda la maledicencia, el veneno, el odio en bruto que destilan
los medios del régimen de la restauración (todos, públicos y privados) y
la suciedad que vierten los plumillas y esbirros a sueldo no pueden
ocultar que Puigdemont está en donde tiene que estar. Sin defraudar, ni
traicionar, ni acobardarse, ni fallar o engañar a sus seguidores como sí
han hecho, en repetidas ocasiones sus adversarios, Rajoy, Sánchez e
Iglesias.
En
segundo lugar, la comparecencia tiene un valor estratégico. Puigdemont,
al frente de un movimiento independentista fuerte, pacífico,
democrático y más cohesionado que nunca, acepta el reto de las
elecciones del 21D, impuestas por la fuerza bruta del ocupante con la
ineptitud que lo caracteriza. Porque todo este caos, vandalismo
policial, arbitrariedad política, odio de la fiscalía y manipulación de
las instancias judiciales (el fiscal ha presentado la querella estando
de guardia la jueza Lamela, con lo que ya se sabe de antemano cuál será
el resultado), se hizo para evitar un referéndum de autodeterminación.
Pero el resultado es que ahora será el propio gobierno del partido más
corrupto de Europa el que tendrá que organizarlo legalmente y bajo
supervisión directa o indirecta de las autoridades extranjeras ya que
nadie, absolutamente nadie, se fía de una gente acostumbrada a “ganar”
elecciones haciendo trampas y cometiendo presuntos delitos.
Las
elecciones del 21D son el referéndum que el triunvirato nacional
español (Rajoy, Sánchez, Rivera) ha tratado de impedir sin conseguirlo.
Los más listos del bloque español (alguno hay) ya se han percatado de la
metedura de pata de poner como castigo precisamente la consulta por la
que el independentismo lleva años luchando ¡y sin poder hacer trampas!
Para
arreglarlo, el vicepresidente del Senado del PP, que no se cuenta entre
la minoría mencionada, ya ha hecho saber que, si el resultado de las
elecciones vuelve a ser mayoría independentista, volverá a aplicarse el
artículo de la dictadura y, es de suponer, así se seguirá hasta que los
catalanes se dobleguen y voten a los representantes de la España eterna
oé, oé, oé, PP, PSOE, C’s, Podemos, los Arrimadas, Albiols, Icetas o
Colaus, putas y ramonetas todas juntas.
Proclamar
la voluntad de eternizar la dictadura, cuando la Europa democrática se
encuentra directamente involucrada en un conflicto del que no ha podido
escaparse gracias a la visión y la capacidad de liderazgo (plurilingüe,
por cierto) de Puigdemont es, quizá, la penúltima prueba de cómo
aquellos a quienes los dioses quieren perder, primero los vuelven locos.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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