Una vez que la Guardia Civil desactivó la logística del
referéndum del 1-O y detuvo a catorce altos cargos, mientras el Estado
suspendía en la práctica el autogobierno catalán sin necesidad de pasar
por el procedimiento del 155, la gente se hizo una pregunta elemental:
¿Y ahora qué?
No es fácil responder a esta cuestión. Lo que parece claro
es que será imposible llevar a cabo una consulta con garantías, como
reconoció el presidente de Òmnium Cultural ante las operaciones
policiales de los últimos días, así que en el soberanismo emergen voces
que piden una declaración unilateral de independencia en el Parlament.
Hay quienes quieren hacerlo de inmediato y quienes apuestan por
proclamarla tras unas elecciones que den una amplia mayoría a una lista
única independentista. Todo ello al margen de la Constitución y del
Estatut, de donde emanan las instituciones catalanas. Nada nos permite
ser demasiado optimistas a aquellos que creemos en una salida negociada,
respetuosa con la legalidad.
¿No existe pues ninguna posibilidad de acuerdo? Pocas, pero
habría que apurarlas. La historia nos enseña que a menudo las cosas no
mejoran hasta que empiezan a empeorar. Si la máxima fuera cierta, lo
tendríamos todo a favor para buscar un acuerdo. La semana pasada un alto
cargo de la Generalitat y un dirigente del PP cenaron en Madrid y
exploraron discretamente líneas de trabajo.
Nada que vaya a cambiar la
historia, pero es un brote en mitad del campo de batalla. Ciertamente
preocupa pensar que las autoridades catalanas se fíen más de la calle
que de su capacidad de gestionar la crisis, pero resultaría
imprescindible encontrar interlocutores para negociar una solución
digna.
Gaziel escribió tras el Sis d’Octubre que “las cosas
disparatadas suelen acabar mal”. Sería inteligente no repetir la
historia y buscar un marco en el que la política encauzara una situación
que desborda a sus actores.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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