Los partidos de la izquierda son muy
variados, tienen orígenes distintos, formas de organizarse diversas y,
los de ahora, echan imaginación al asunto y se adjudican nombres
infrecuentes: Podemos, En común, En Marea, Compromís. Los otros, los
viejos, el PSOE y el PCE tienen nombres clásicos que tampoco dejan mucho
campo a la fantasía: Partido Comunista Democrático, por ejemplo, suena
como una broma y Partido Socialista Español parecería una traición a ese
núcleo obrero que ya no pinta mucho en un partido tan
institucionalizado, pero sigue existiendo.
El
caso es que, aun con estas diversificaciones, con esta realidad
magmática de las izquierdas, todas ellas tienen dos elementos en común:
1) se llevan a matar entre sí y 2) se pasan el día hablando de unidad.
Respecto a cómo incide en la práctica real la presente bronca del PSOE
diremos algo mañana cuando se sepa qué ha decidido el Comité Federal y
tengamos alguna pista sobre si la caudilla Díaz piensa presentar las
cuentas de sus gastos.
De
momento hacemos alto en el camino a ver qué se cuece en el pandemónium
que tiene organizado Podemos con sus tres listas (pablistas,
errejonistas y fachinistas) con las que concurre, en encomiable espíritu
unitario, al órgano dirigente de los Comuns que lideran Colau y
Domènech, cuyas relaciones con la sede central de Podemos son
problemáticas. La espantada de Dante Fachín pone la peripecia catalana
en situación similar a la de En Marea hace unas fechas. Los
podemistas gallegos se negaron a integrarse y la epifanía repentina de
Pablo Iglesias los recondujo al redil.
Pero eso es muy difícil en
Cataluña, por no decir, imposible. Hasta el punto de que el reportaje de
El Confidencial da por desaparecido a Podemos en Cataluña. Quizá
sea prematuro, pero ese camino lleva por los dos atajos de toda
izquierda española: el atajo de sus permanentes peleas internas y el
atajo de su falta de comprensión de la realidad fundamentalmente
fragmentada de España. Creyeron que bastaba hacer concesiones de
boquilla a las izquierdas nacionalistas, como suele suceder en la
Meseta, y todo se arreglaría. No es así ni lo será nunca.
Es
muy de sañalar cómo, al comienzo de su fulgurante andadura, Podemos
trajo un discurso que pretendía innovador por consistir en una mezcla de
conceptos gramscianos y del neopopulismo de Laclau. ¿Qué se quería
conseguir con esto? Un bloque mayoritario nacional-popular capaz
de ganar elecciones. La expresión más de moda llegó a ser "construir
pueblo", como el que hace un dique. Héteme aquí, sin embargo, que la
dura realidad no puso en tela de juicio la eficacia de ese "construir",
sino el contenido del vocablo "pueblo", aquí y ahora. ¿De qué pueblo se
habla? Y, ya puestos, ¿de qué nación?
Inventarse
una nación española capaz de incluir a las otras de modo voluntario,
supuesto que pudiera lograrse, no se hace de la noche a la mañana. Y
menos a base de una consigna de vuelo teórico en otras latitudes e
ignorando el sempiterno conflicto del país en los últimos ciento
cincuenta años que raramente se reconoce en la historiografía oficial.
Pero
tampoco sirve de nada seguir manteniendo la ilusión del
partido-instrumento, unido y firme bajo la guía de un líder esclarecido,
que recoge la tradición leninista que el actual secretario general
alienta gracias a los consejos de sus asesores comunistas, Garzón,
Monereo, Anguita. Ese partido neobolchevique en España es imposible y no
porque el esclarecido líder sea el peor valorado sistemáticamente en
todos los barómetros sino porque el carácter fragmentario, de mosaico,
de la izquierda española lo impide.
En Cataluña habrá Comuns; en
Galicia, En Marea; en Madrid, Podemos (y no en todo Madrid; el
ayuntamiento va por su cuenta); en Andalucía, algo distinto. Lo cual
está muy bien para hacer justicia a estos pueblos tan variopintos, pero
parece tener escasas perspectivas en unas elecciones generales como
oferta unitaria.
Sí,
la unión (o unidad, que hasta en eso discuten las izquierdas, como los
dos conejos de la fábula) de la izquierda es muy deseable, absolutamente
deseable. Y la tenemos ante nosotros, en el horizonte.
Y ahí seguirá, como el unicornio.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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