Una relación conflictiva, como debe ser.
Cuando no lo es, algo falla. Es justamente célebre la contundente
afirmación de Thomas Jefferson, "padre fundador" y redactor de la
Declaración de Independencia de los Estados Unidos hacia 1786 de que "si tuviera que elegir entre un gobierno sin prensa o una prensa sin gobierno, elegiría lo último sin dudarlo por un momento".
El que llegara a tercer presidente de los EEUU tenía la peor opinión de
los gobiernos (incluido el suyo), a los que consideraba compuestos por
lobos prestos a devorar a los pueblos que eran como ovejas. Si alguien o
algo podía evitarlo era una prensa libre. 216 años más tarde, el 45º
presidente, Donald Trump, ha invertido los términos, pues considera que
la prensa es la enemiga del pueblo.
La "canallesca", que decían los franquistas.
El sucesor de Jefferson,
en su animadversión a los medios, se identifica a sí mismo con el
pueblo. O al revés: al pueblo consigo mismo. Él es el pueblo y la prensa
su enemiga y de ahí la siniestra expresión de "enemigo del pueblo",
utilizada en todos los tiempos por las más diversas formas políticas
revolucionarias con vocación de tiranías.
Pero
eso es en los Estados Unidos. En España, la relación entre el poder
político y los medios es, por lo general, idílica. Los medios públicos
están íntegramente al servicio del partido gobernante en su ámbito
territorial y lo mismo sucede con los privados, especialmente los
periódicos de papel (y sus versiones digitales) que dependen en gran
medida de la publicidad institucional y un régimen de subvenciones
generoso que las autoridades políticas interpretan según criterios del
más estricto clientelismo. Las televisiones privadas se salvan algo más
porque diversifican sus fuentes de financiación, dado que su consumo es
muy alto.
Así resulta que en el mes en que nos enteramos de que El País sigue
perdiendo lectores a granel (26,4% menos que en enero de 2016) y que
está a punto de descender de la barrera de los 100.000 lectores, la
Junta de Andalucía le otorga un galardón, la medalla de Andalucía 2017.
No hay duda: cuando el poder político alaba, halaga, premia, condecora a
un periódico es porque le interesa, porque le es cómodo, le canta las
alabanzas o, cuando menos, no le saca a relucir sus vicios.
El País ha
tomado partido desde el principio en el conflicto del PSOE en contra de
Sánchez como SG y en contra de Sánchez candidato a SG y a favor de la
junta gestora y la candidatura de Díaz. Cuenta en su consejo editorial
con Felipe González y Pérez Rubalcaba, lo cual explica algunos de los
editoriales más venenosos contra Sánchez. El País se ha puesto al servicio de la junta gestora y de la candidatura de Díaz a la SG.
Esa decisión merece un premio: la medalla de Andalucía que va a costar más lectores de El País y
más votantes de Díaz. Para nada porque, por mucho que el diario
editorialice, Díaz sigue saliendo la tercera en prácticamente todas las
encuestas, sondeos y vaticinios.
¿Qué se juzga?
El
proceso al exconseller y actual diputado Homs es un proceso político
del principio al final. Como lo es el que afecta a Mas, Rigau y Ortega
ante el TSJC. El mero hecho de darse estos procedimientos indica que la
calidad del Estado democrático de derecho es baja en España. El propio
Homs así lo valora con algo de dramatismo pues supone que, si hay
sentencias por el 9N, serán el fin del Estado español. Eso es dudoso. En
el Estado español actual las cosas siguen “bien atadas”, como las dejó
su auténtico fundador, el que descansa en el Valle de los Caídos. No es
tan dudoso, en cambio, si se trata del Estado de derecho.
Para
el gobierno central, sus aliados y los medios en general, estos
procesos son actividades puramente judiciales que demuestran, según
dicen en el PSOE, el buen funcionamiento de la justicia. No hay nada
político. No se juzga a Francesc Homs por independentista; eso sería un
atentado a la libertad de pensamiento y de expresión. Se le juzga por
desobediencia al Tribunal Constitucional. En concreto por haber
desobedecido una prohibición de ese Tribunal. ¿Cuál? La de hacer o dejar
de hacer algo en beneficio del independentismo. Luego sí se procesa el
independentismo; sí, son juicios políticos contra el independentismo
disfrazados de otra cosa.
Se ha
dicho hasta la saciedad: judicializar un problema político es agravarlo.
La instrumentalización de la justicia no hace ningún favor a esta y
encona el conflicto.
Pero,
al mismo tiempo, aclara suficientemente el panorama. El Estado no tiene
la menor intención de negociar nada en tanto la Generalitat no retire
la previsión del referéndum. La reciente retórica del “diálogo” también
exigía renuncia previa al referéndum. En consecuencia cabe suponer que
su cálculo estratégico sea provocar una situación de choque, poner al
adversario, el independentismo, en situación de oposición a la ley, de
rebeldía. De esa forma podría justificarse una acción represiva.
El
problema a continuación es determinar el alcance de esa acción
represiva y, a ser posible, sus consecuencias. El Estado se resiste a
emplear los medios coercitivos más fuertes (aunque diversos publicistas
adviertan de que si las normas de excepción están previstas, lo están
para usarlas), pero, al mismo tiempo, es incapaz de ofrecer soluciones
alternativas.
En
esas condiciones lo más probable es que los sectores radicales del
independentismo pidan adelantar la convocatoria del referéndum, una idea
con la que la Generalitat ha jugado. La justificación, bastante cómoda,
es que carece de sentido agotar el plazo y dejar pasar unos meses en
los que habrá todo tipo de juego sucio, amenazas y tensiones. Si no se
hace así, si no se acortan los tiempos, según se dice, es para elaborar
un buen corpus legislativo que sirva de transición de la autonomía a la
independencia. Pero la situación viene a ser similar: la aprobación de
esas leyes será el punto de ruptura del todo igual al que se daría con
la convocatoria del referéndum.
En
cualquiera de los dos casos se apunta a situaciones de inestabilidad
permanente. No es razonable que las relaciones ordinarias entre el
gobierno central y una autonomía pasen por los tribunales. Es una
situación muy perjudicial en todas las esferas de la acción social y un
despilfarro de recursos de todo tipo.
El
independentismo catalán no es una decisión personal de los encausados,
ni un capricho de una minoría, ni siquiera una acción de partido. Es un
movimiento social con un tipo de solidaridad mecánica, que diría
Durkheim, la de la gente que se conoce, con la que se simpatiza, que
tiene también un objetivo ideal, dentro de otro conjunto más amplio, que
abarca a las cuatro quintas partes de la sociedad catalana, que reclama
su derecho a decidir, su derecho a tener derechos.
El
procesamiento de Homs es político, como lo son los de Mas, Rigau y
Ortega y no se hable ya de los de Forcadell. Se los juzga por
independentistas, aunque se diga otra cosa y, a través de ellos, se
pretende el absurdo de juzgar y condenar el independentismo, es decir,
un movimiento social de amplia base.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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