La designación como juez vitalicio del Supremo del ultramontano Neil
Gorsuch ha sido la última astracanada de Trump. Gorsuch deshace con su
presencia en el más alto tribunal de EE UU el empate numérico entre los
magistrados conservadores y los progresistas, lo que garantiza al
atrabiliario presidente un parapeto frente a cuantos recursos contra sus
decretos ejecutivos lleguen al Supremo. Cualquier juez de distrito
puede dejar provisionalmente en suspenso las resoluciones de Trump,
pero, cuando los recursos subsiguientes deban sustanciarse en la cúspide
de la judicatura, allí estará Neil Gorsuch para echarlos abajo.
La
decisión de vetar la entrada a los ciudadanos de siete países de
confesión islámica, y la de levantar un muro en la frontera con México,
por citar solo dos de los antojos del presidente, resultan más
mediáticas que la designación de un juez amigo, pero son menos
trascendentales -y más peligrosas para la higiene democrática- que el
aseguramiento de un Tribunal Supremo sumiso.
La anomalía que implica esta politización de la Administración de
Justicia se da también en España. Los partidos se reparten magistraturas
en el Consejo General del Poder Judicial, en el Tribunal
Constitucional, al que ayer mismo enviaron PP y PSOE desde la Asamblea
Regional sus respectivas propuestas para cubrir sendas vacantes (cada
una, de su color, claro), y también en los tribunales superiores de
Justicia (TSJ) de las comunidades autónomas. La Sala de lo Civil y de lo
Penal del TSJ de Murcia, que ayer metió en graves problemas al
presidente de la Comunidad Autónoma, adolece de idéntica tacha.
De sus
tres integrantes, dos son magistrados de carrera (Miguel Pasqual del
Riquelme y Julián Pérez-Templado), pero el tercero, Enrique Quiñonero,
es un catedrático promovido al TSJ por la Asamblea Regional, que, como
sucede en todos los parlamentos, toma sus acuerdos en función de una
mayoría política. Del PP, en este caso. Más allá de las consideraciones
meramente jurídicas, la decisión de asumir el ‘caso Auditorio’ o
devolverlo al juzgado instructor de Lorca era delicada para los tres
componentes de la Sala, perfectamente conocedores de su alcance social.
Tampoco a ellos se les escapa que mantener en su auto los indicios
delictivos apreciados desde Lorca en la fase de instrucción acarrearía
consecuencias políticas para la Región, y no solo para la persona de
Pedro Antonio Sánchez. La Sala podía haber archivado la exposición
razonada, lo que habría salvado el pellejo -definitivamente- de Sánchez.
Podía haberle dado una patada adelante, regalándole en tal caso al
presidente lo que este más anhela: tiempo para seguir gobernando.
Pero
la Sala aceptó quedarse con la patata caliente, en una resolución que a
muchos habrá sorprendido. Los jueces del TSJ forman parte de una
sociedad pequeña y por tanto influenciable, sujeta a presiones de todo
tipo, y parecía natural que la extracción política de alguno de sus
integrantes diera que pensar. Eran prejuicios: han firmado la resolución
más comprometedora para el presidente, que es también la menos
acomodadiza para ellos.
En Estados Unidos, cualquiera acertaría hoy qué pasaría si la suerte
de Trump cayera en manos del Supremo y de su amigo Gorsuch. Pero la
resolución del ‘caso Auditorio’ viene a demostrar que esto no es
América, pese a las imperfecciones del sistema y a la necesidad de
cambiarlo. Afortunadamente.
(*) Columnista
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