Los papeles de Panamá constituyen la mayor filtración conocida hasta
la fecha de documentos reveladores de dinero negro, todos ellos
provenientes del despacho panameño de abogados Mossack Fonseca,
considerado el cuarto proveedor de instrumentos opacos en paraísos
fiscales. La información fue recibida por el diario alemán Süddeutsche Zeitung,
medio, que ante su abundancia y minuciosidad, decidió hacer partícipe
de la misma al Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación
(ICIJ). Bien es verdad que no es la primera vez que sale a la opinión
pública parte de las vergüenzas del sistema financiero internacional,
pero nunca lo había hecho con tal profusión de datos y de nombres.
Aun cuando no se ha agotado su publicación, el escándalo es de tal
amplitud que nada ni nadie queda a salvo. Es, como se dice ahora,
transversal. Afecta a todas las latitudes, ideologías o profesiones.
Oriente y Occidente, sociedades democráticas o regímenes autocráticos.
Todos los estamentos de las clases dominantes están presentes: jefes de
Estado, ministros, financieros, políticos, artistas, deportistas,
empresarios, etc. Todos los que tienen poder, dinero, fama, influencia.
Ello es bien representativo de la enfermedad que afecta a las sociedades
de nuestro tiempo.
Contemplando la extensión del mal, se comprende la dificultad que
existe para acabar con los paraísos fiscales a pesar de que su
erradicación facilitaría mucho la acción de la justicia y aliviaría
sustancialmente las finanzas de muchos Estados, que es lo mismo que
afirmar que elevaría en buena medida el nivel de vida de las clases
populares. Muchas de las actuaciones más criminales y delictivas serían
más fácilmente detectables y perseguibles si no existiesen los paraísos
fiscales.
Diversas estimaciones afirman que el 20% de la renta mundial está
agazapada en cuentas opacas protegidas por sociedades como las
destapadas en Panamá, y el Fondo Monetario Internacional (FMI) evalúa
que los países en desarrollo pierden al año ingresos por importe de
200.000 millones de dólares, con los que podrían mejorar su situación
económica tanto en crecimiento como en empleo.
En muchas de las reuniones del G-8 y del G-20 los mandatarios
internacionales han manifestado su intención decidida de erradicar los
refugios de dinero negro. La OCDE parecía ir en serio cuando elaboró una
lista de los países o centros financieros offshore. Sin
embargo, la lista duró poco tiempo porque uno a uno se las fueron
agenciando para librarse del estigma mediante la firma de convenios de
intercambio de información con algunos otros países, convenios que se
convertían en papel mojado porque o no se cumplían o se cumplían con
tantas restricciones y condicionantes que la información resultaba
inservible. Tales convenios han tenido como única finalidad lavar el
nombre del paraíso fiscal correspondiente frente a terceros países y
frente a los organismos internacionales.
Buen ejemplo de lo anterior lo constituye el convenio firmado por
España y Panamá en tiempos de Zapatero. No ha servido para nada, excepto
para que este último país pudiese abandonar la lista negra y para
beneficiar a las constructoras españolas, que de esta manera podían
obtener ventajas en el país centroamericano.
Con ser muy relevante y extensa la información que se está extrayendo
de los papeles de Panamá, parece lógico pensar que representa solo una
muestra de una realidad mucho más amplia, de todo lo que se oculta en
los paraísos fiscales. Nos alerta, pues, acerca de la dimensión del
problema y hasta qué punto está implicada toda la clase dirigente.
Intereses tan poderosos disipan cualquier esperanza de que los Estados,
aun los más democráticos y desarrollados, acometan en serio la lucha
contra el dinero negro.
La misma Unión Europea, proclamaciones aparte, asume una postura
pasiva frente a esta realidad y permite la existencia en su mismo
territorio de paraísos fiscales o de plazas que se comportan como tales.
¿Cómo creer que la erradicación del fraude fiscal va a constituir una
de sus prioridades cuando se mantiene al frente de la Comisión al ex
presidente de un Estado altamente sospechoso de opacidad y en cuyo
mandato se permitió todo tipo de prácticas orientadas a que las grandes
sociedades eludiesen los impuestos en otras naciones?
Y algo parecido cabe afirmar de EE. UU., que, al igual que Panamá, se
niega a firmar el Tratado de Transparencia de la OCDE, pese a ser
paradójicamente uno de los promotores del acuerdo, con el pretexto de
que considera suficiente su propia legislación (FATCA) de intercambio
bilateral de datos. El año pasado el FMI denunció el déficit de la
política antilavado de dinero en EE. UU., donde sigue siendo muy
sencillo constituir sociedades opacas, ya que este país comparte muy
poca información con el resto del mundo. Hay quien piensa que el
principal beneficiario de los papeles de Panamá va a ser EE. UU., puesto
que puede ocurrir que los flujos de dinero negro que salgan del primer
país se acaben trasladando al segundo, por ejemplo a Nebraska.
Los reducidos pasos dados por los países occidentales en la
persecución del lavado de dinero negro obedecen fundamentalmente al
hecho de que tras él pueden encontrarse actividades criminales tales
como la droga, el tráfico de armas o de órganos o la ocultación de
recursos obtenidos fraudulentamente. Y ello sin importar demasiado el
fraude fiscal, porque muchos mantienen la misma postura del primer
mandatario de Panamá, que se pregunta si debe ser considerado delito. De
hecho, de entre la escasa información que muchos de los centros
financieros offshore proporcionan excluyen aquella cuya petición obedece
a motivos fiscales. Nadie considera que tras el fraude fiscal se
encuentra la quiebra del Estado del bienestar y, por lo tanto, la
condena de amplias capas de la población a la miseria, a la ignorancia, a
la enfermedad y a la muerte.
Nuestro país se encuentra a la cabeza de aquellos que minimizan el
delito fiscal. Nuestra legislación es en extremo permisiva. Son
rarísimos los casos en los que se ingresa en prisión únicamente por este
delito. Hay todo un cúmulo de factores que confluyen en ello: el
elevado límite para considerar a la defraudación delito, la escasa
cuantía de la pena, el exceso de garantías jurídicas, la mentalidad de
los jueces que se sienten contribuyentes y determinadas prácticas
procesales en las que se facilita el pacto con los fiscales y todo
termina con el ingreso de la cantidad defraudada. Incluso se producen
situaciones tan deplorables como la actuación de la Agencia Tributaria
en tiempos de Zapatero y de Elena Salgado avisando a 558 presuntos
defraudadores, entre los que se encontraba Emilio Botín, (con cuentas en
el HSBC en Ginebra y provenientes de la lista Falciani), para que
regularizasen su situación y quedasen así libres de todo proceso
judicial. Es de esperar que en esta ocasión no ocurra lo mismo.
Con todo, lo más preocupante es la mentalidad social que sigue sin
considerar la evasión fiscal como delito y a los grandes defraudadores
como auténticos delincuentes. Los bancos y los grandes bufetes de
abogados ofrecen los instrumentos de ocultación fiscal como si de otro
servicio cualquiera se tratara. Artistas, deportistas, empresarios,
financieros, profesionales, a los que se ha cogido con las manos en la
masa, continúan gozando de toda la respetabilidad social; y son aquellos
mismos a los que roban los que les vitorean y aplauden una y otra vez a
pesar de todo. Y es que en España aún seguimos siendo presa del “Vivan
las caenas”.
(*) Interventor y Auditor del Estado. Inspector del Banco de España
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