¿Qué hace esta España aparentemente desorientada, confusa, inundada de
incertidumbre en un mundo dominado por el populismo y los nacionalismos
de todo género? La respuesta es: no hace lo que tiene que hacer. No hace lo que podría hacer.
En estos momentos, nuestro país ha llegado en el mundo occidental a la categoría de ejemplo a seguir aunque no alcance al nivel de Portugal, que se ha convertido en una referencia máxima de calidad democrática y eficacia económica.
Pero ahí estamos. En un buen lugar. Manteniendo un crecimiento económico razonable,
una convivencia social sana y positiva y conservando un enorme
atractivo tanto para el turismo como para la atracción de capitales. No
tenemos derecho al miedo al futuro ni a ese pesimismo hipócrita que
ejercen sin piedad las personas y los estamentos con menor razón para
hacerlo.
Estamos en condiciones de ser audaces, de establecer objetivos más ambiciosos, de replantearnos temas como el de una mayor penetración en los Estados Unidos,
en China, en Japón, la de ascender a los más altos niveles en la
carrera de la digitalización, y la de participar con autoridad en todos
los órganos e instituciones comunitarias e internacionales.
Hay que salir de esta quietud provinciana y conformista
que imponen unos líderes inseguros, sin experiencia ni interés en los
problemas del mundo y temerosos de perder los privilegios del poder.
Tenemos que hacerles ver su incompetencia y su obligación de dejar paso
libre a quienes están en condiciones de afrontar la responsabilidad que
conllevan los liderazgos.
No se les paga para “estar ahí”, ni para dedicarse con exclusividad a
evitar que se ponga en peligro su continuidad en el poder y aún menos
para exhibir y confrontar sus egos y vanidades. Estos juegos florales políticos ponen en riesgo demasiadas cosas, paralizan tomas de decisión, provocan la pérdida de oportunidades y desmoralizan los ánimos.
¿Qué
hace España? Soporta con admirable paciencia la situación y se
acostumbra a vivir al margen del mundo político. No es mala solución.
Pero las hay mejores. Sigamos confiando en que al final prevalecerá la razón y el menos común de los sentidos. Yo apuesto por ello.
(*) Abogado
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