¿Sólo queda el derecho al pataleo? ¿Sólo cabe la indignación sin
consecuencias políticas tras un nuevo atentado brutal contra los
derechos más elementales? ¿Por qué los jueces no dicen nada ante el
horror que hay en la sentencia de Pamplona, salvo excepciones como la de
Baltasar Garzón en estas páginas, que confirman la regla de la
hipocresía interesada y del corporativismo injustificable de ese
colectivo? ¿Es que ya no es posible organizar alguna forma de respuesta
ciudadana contra los poderes que nos están devolviendo a los tiempos de
la dictadura y encima humillan a quienes lo denuncian? ¿Es que sólo cabe
esperar a ver qué pasa en las próximas elecciones?
Hay un elemento político en la decisión de los
magistrados de Pamplona. Ellos no podían no ser conscientes de que buena
parte de los españoles querían que se castigara sin contemplaciones a
esos cinco animales. Y, además, por muy aislados que estuvieran en sus
siniestros despachos, tenían que haber escuchado el grito de las mujeres
que resonó por toda España el pasado 8 de marzo. Hacer como si todo eso
no existiera es una manera de colocarse contra ello, de combatir los
deseos de avance cívico con los instrumentos del poder intocable y al
servicio de la más perversa reacción.
Su sentencia es por ello un manifiesto político. El de
la España más negra que sigue ahí, reforzada por un gobierno que la
alaga porque de ella viene su principal caudal de votos. Una España que
no está dispuesta a dar el mínimo paso atrás y más ahora que los sondeos
no le son favorables. Ayer fue la sentencia de Pamplona. Pocos días
antes, la decisión de Patrimonio Nacional de postergar sine die
la exhumación de cuatro cuerpos del Valle de los Caídos, sin que nadie
en el poder, entre ellos el juez que autorizó esa iniciativa, haya
clamado contra eso. Y hasta la peripecia de Cristina Cifuentes se
inscribe en el clima de impunidad de los que están en el machito de
siempre. ¿En qué otro país que no sea una república bananera alguien
como ella no habría dimitido cuarenta y ocho horas después de las
denuncias de este periódico?
Aquí no. Aquí la
respuesta es la desfachatez. Que ha vuelto a hacer acto de presencia sin
tapujos este mismo viernes, cuando la Audiencia Nacional ha decidido
apartar al juez Juan Pablo González de tres procesos de la Gürtel y del
caso Bárcenas por “afinidad” con el PP. Eso está bien. ¿Pero cómo puede
haber llegado a obtener esa responsabilidad si sus connivencias eran
públicas desde hacía mucho? ¿Quiénes han hecho la vista gorda y por qué?
¿Cuántos tienen que caer para que la justicia empiece a ser limpia?
¿Por qué la oposición, toda la oposición, no se implica en ese frente,
cuando, cada vez más, la vida pública depende de lo que decidan los
jueces y cuando es patente que en el poder judicial el PP tiene uno de
sus principales resortes de mando, tras haberlo manipulado durante años,
colocando a gente que le era favorable? ¿Cómo se explica que jueces
como los de Pamplona se sientan tan libres para actuar –otra cosa son
sus ideas reaccionarias, que esas deben abundar en su colectivo- si no
es porque ese tejemaneje lo ha impregnado todo?
La
situación es insufrible. Empeora cada día que pasa. La crónica de las
desfachateces del poder y de los escándalos intolerables llenaría muchas
páginas haciendo únicamente referencia a lo ocurrido en los últimos
seis meses. Y ahora se está pergeñando una nueva, aunque de distinto
orden. Hablamos de las maniobras de Mariano Rajoy para seguir en el
gobierno hasta 2020 por la vía de que en menos de un mes consiga que se
apruebe su presupuesto para 2018.
Como
sea. Siguiendo los pasos del José María Aznar de 1996 que, tras hacer
una terrible campaña electoral contra los nacionalistas catalanes y
vascos, y sobre todo contra los primeros, pactó luego con ellos para
gobernar porque estuvo a punto de perder las elecciones. Desdiciéndose
con desfachatez sin límites de todo lo que hasta ese día había dicho de
ellos. Ahora el comodín es el PNV. Un partido tan soberanista como puede
serlo el PDeCAT o Esquerra Republicana, pero que desde que el
lehendakari Ibarretxe se la pegó actúa sin salirse de tono, aunque sin
renunciar a su ideario. Entre otras cosas porque tiene el concierto
económico, algo por lo que los nacionalistas catalanes darían más de un
brazo.
Pero para Rajoy la ideología del PNV es lo de
menos. Si le apoyan, son buenos. Aunque le exijan que suba las pensiones
lo que marca el IPC, algo que hasta hace pocos días en el gobierno y en
el PP se consideraba un anatema. Y aunque le obliguen a dejar tirado al
juez Llarena, su adalid contra el independentismo hasta ayer mismo,
diciéndole que se ha equivocado en la instrucción contra Puigdemont y
los demás, porque Montoro ha descubierto que no hay malversación, lo
cual puede determinar que el juez alemán levante todos los cargos contra
ex president y, más adelante, abrir las puertas de la cárcel.
Así lo ha querido el PNV. Para que se pueda levantar el 155. Y Rajoy ha
tragado para seguir dos años más en el poder. Porque mientras hay vida
hay esperanza y también capacidad infinita para hacer desaparecer
cualquier prueba que pueda dar con él y muchos de los suyos en la
cárcel. Y si hay alguna duda sobre la ejemplaridad de esos
comportamientos, ya está la prensa amiga y la que mira para otro lado,
para que no se aireen demasiado, para que sean los menos posibles los
que se enteren de lo que están haciendo. ¿Cómo se califica un sistema
que funciona así? Que cada uno le ponga el nombre que quiera. Es lo de
menos. Lo importante es que puede seguir dos años más. ¿O no?
(*) Periodista
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