Mariano Rajoy ha experimentado en la emergencia del 21-D la mayor derrota de su carrera política. Y no puede esconderse detrás de Garcia Albiol
pese al tamaño extra largo del candidato popular. Ha sido su lenguaraz
colega una víctima sacrificial, un fusible, el último centinela de una
estrategia temeraria.
Tanto ha descuidado, subestimado, Rajoy la plaza
de Cataluña en la expectativa compensatoria del voto nacional -una
asimetría perversa- que ha terminado incurriendo en una mayúscula
negligencia de estadista.
El precio consiste en haber desaparecido de Cataluña, en haberse restringido a una formación marginal, razones suficientes para evocar como fabulosos los tiempos de Alicia Sánchez Camacho
-19 diputados en los comicios 2012- y preguntarse si puede concederse
semejante amputación política y territorial el líder del primer partido
nacional y el presidente del Gobierno.
No ya por la envergadura económica y demográfica de
Cataluña, o por la humillante experiencia de haber sido expulsado como
una epidemia, sino porque además la pujanza de Ciudadanos
predispone a un nuevo equilibrio de la política nacional en la franja
liberal-conservadora. Rajoy lo ha perdido todo en Cataluña. Y se expone
en el resto de España a la insolencia de la marea naranja.
El predicado “popular” del PP se antoja un sarcasmo en el
frente de Cataluña. Satiriza la dimensión menguante de un líder que ha
incorporado a su antigua fama de Belcebú -los recursos al Estatut- la aplicación del 155 y la catastrófica gestión del 1 de octubre. Hizo bien Rajoy en restaurar el orden constitucional y en urgir los comicios del 21-D, pero la incompetencia del Gobierno en el pucherazo indepe ha comportado el contrapeso de un severísimo escarmiento.
No se le perdona a Rajoy el uso de la fuerza, pero sobre
todo no se le debería haber perdonado la reputación internacional que
concedió a la propaganda separatista. Capituló el Estado el 1 de
octubre. Concedió una enorme sensación de impotencia. Hizo el ridículo el CNI. Y volvió a hacerlo Soraya Sáenz de Santamaría hace unos días cuando atribuyó a Rajoy el mérito de haber descabezado a los líderes soberanistas, arrasando el escrúpulo de la separación de poderes.
Mariano Rajoy no es sólo el presidente de un partido. Es el
jefe del Gobierno de España. Obligación suficiente para sustraerlo a la
frivolidad partidista. Y para contrastarlo al ejercicio de una visión
preclara del Estado, más allá del electoralismo. Nunca supo ofrecer un
discurso a Cataluña. Y Cataluña lo ha terminado por evacuar a semejanza
de un cuerpo extraño.
La debilidad sorprende a Rajoy en el momento más grave de su
carrera. Ha sido desautorizada su interlocución en el 21-D. Los
catalanes lo han mandando al exilio. Y ocupa una posición de alarmante
incertidumbre, hasta el extremo de plantearse la conveniencia de un
adelanto electoral.
Porque no eran éstos unos comicios exclusivamente catalanes. El hundimiento del PP se añade al fracaso de Podemos. Y la mejoría irrelevante del PSC
neutraliza el discurso canchero que ya se había preparado Pedro
Sánchez, de tal forma que solo Ciudadanos adquiere legitimidad para
estimular el escenario político, sobrepasando incluso la antigua
dependencia de su líder.
(*) Periodista
No hay comentarios:
Publicar un comentario