A las 18.30 horas de hoy, el presidente Carles Puigdemont
hará una declaración en el Parlament de Catalunya que tiene al país (y
al Estado) en vilo. A lo largo de la tarde de ayer, los watsaps de
personas cercanas a Puigdemont anunciaban una cosa y la contraria. El
almuerzo en el Palau de la Generalitat con los consellers resultó más
distendido que solemne. Fue una buena señal. De hecho les aclaró que
esta mañana les explicaría la solución final.
Al término de la jornada,
los moderados se mostraban esperanzados de que, finalmente, no decida
apretar el botón rojo. La DUI sería un desastre porque comportaría de
forma inmediata la aplicación del artículo 155, que suspendería la
autonomía. Y no vale decir que la Generalitat ya está intervenida,
porque el presidente catalán aún tiene facultades esenciales, entre
ellas la de convocar elecciones.
Hasta entrada la noche, el president habló con bastantes
personas, pero sólo él sabe cómo gestionará su intervención. Tiene claro
que una DUI en diferido resulta una argucia que no evitaría la
respuesta decidida del Gobierno y se inclina por una sesión donde no se
votará nada y un discurso potente sin efectos prácticos, que no debería
provocar la respuesta del Estado. Puigdemont sintió ayer la soledad del
poder, esta sensación intensa propia de quien se siente observado por el
espejo de la historia.
El presidente catalán es un independentista
inquebrantable, pero igualmente un hombre reflexivo. No se puede decir
de él que “cuando se siente en soledad es cuando está en la peor
compañía”, como solía ironizar Jean-Paul Sartre de los políticos de su
tiempo. Es comprensible que a lo largo del día –y de la noche– se
sintiera interpelado por las frases de quienes le han convencido de que
estaba a un palmo de la gloria. Ojalá que sea consciente de que también
está (estamos todos) a veinte centímetros de la debacle.
(*) Periodista y director de La Vanguardia
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