Podemos surgió como una especie de grito
de rebeldía contra la realidad. El eco inmenso que encontró convenció a
sus promotores de que, en efecto, se podía negar la realidad,
arrumbarla, sustituirla por otra. Al fin y al cabo estaba hecha de
"régimen", "casta", bipartidismo, los "de arriba" (the happy few), vieja política, viejos partidos, meros obstáculos achacosos que se hundirían ante el avance incontenible de la unidad popular, simbolizada en Podemos.
El resto de la historia y la evolución de la organización, con sus quisicosas internas, es de general conocimiento.
Hasta que llega el momento en que empiezan a saltar chispas.
La primera reacción del partido al comienzo de todo, hace ya algunas
fechas, fue la habitual: negar discrepancias y reafirmar la íntima
compenetración entre los dos supuestos líderes de unas hipotéticas
facciones, Iglesias y Errejón. Como pasa en todos los partidos siendo
así que, cuantos más aspavientos sentimentales se hacen, más se
recrudece el conflicto oficialmente no admitido. En esa vía de recurso a
las más provectas triquiñuelas partidistas hay quien repite eso de que
los trapos sucios se lavan en casa, cosa verdaderamente absurda para un
partido que ha nacido y tiene fortísima presencia en los medios. Es
imposible pasar el día en la televisión sin hablar de lo que pasa en tu
casa.
Igualmente
enternecedoras son las iniciativas de las bases y los sectores
intelectuales buscando el entendimiento, el acuerdo en una controversia
que los medios, siempre dados a lo dramático y plástico, presentan como
una pelea de gallos. Y también un vídeo de Iglesias, pidiendo perdón a las bases por estar avergonzándolas.
Y no pasaba nada. Por supuesto, se sigue pidiendo que no se aireen las
diferencias, que haya silencio, vamos, pues la unidad prima sobre todas
las cosas. Y aquí no es cosa de personas, sino del proyecto que
suscriben.
Pero
las personas cuentan. Los proyectos se interpretan de muchas maneras y
es de suponer que, cuando se recuerda la unidad del proyecto no se está
exigiendo aceptación incondicional de la forma de interpretarlo que
tenga el líder o la dirección o quien sea. Y ahi está el problema. Y
seguirá estando. Los partidos los componen personas y estas tienen
formas distintas de interpretar el común ideal. Sostener que uno quiere
un partido cuyos seguidores coincidan al cien por cien con el líder pero
lo hagan libremente, por decisión propia, parece una forma peculiar de
venir a negar la realidad y cambiarla por mucho que uno crea estar hecho
de otra pasta. Se parece más a la enésima formulación del enigma de la
filosofía política, también llamado discurso de la servidumbre voluntaria de La Boétie.
La
izquierda es negación, crítica. Le es muy difícil llegar a un acuerdo y
más respetando el derecho del otro a discrepar. Y más aun invocando
argumentos manidos como ese de someter el debate a la primacía de lo que
nos une sobre lo que nos separa, donde se admite que algo "nos separa",
pero ni por asomo que lo que "nos separa" sea más importante que lo
que "nos une".
La realidad está ahí fuera y es compleja, contradictoria, incierta, plural y... obstinada.
Emergencia
Tenía que pasar. La falta de previsión y
de intervención adelantada para evitar colapsos ha llevado a la
adopción precipitada de medidas drásticas que van a causar un montón de
quebraderos de cabeza. Sabiendo que esto iba a pasar han transcurrido
plácidos los años sin que se adoptaran medidas de infraestructura en
materia de cercanías, conexiones, redes de transportes, estacionamientos
en el extrarradio, etc. Si alguna vez alguien se acordaba de los
índices de contaminación era para que la alcaldesa Botella, de infausta
memoria, hiciera cambiar de lugar los aparatos de medición. En cambio,
el Gobierno y la Comunidad permitían construir autopistas radiales que
no han llevado a parte alguna salvo a la ruina.
Por
supuesto, el Ayuntamiento hace bien en tomar medidas contundentes. Pero
eso no le exime de estar atento a sus efectos, de paliar las
consecuencias injustas que van a darse, de remediar los abusos que
también van a producirse. Y mucho menos le exime de elaborar un plan de
sostenibilidad viaria de la capital que no consista en cargar todo el
peso de la culpa y el remedio al último eslabón de la cadena, el
conductor privado para el que el coche es un instrumento vital para
llegar a su lugar de trabajo. La inmensa mayoría de la gente no va en
coche para fastidiar, sino para trabajar. Pero, al mismo tiempo, no
tiene la ventaja de pertenecer a alguna de esas colectividades que, por
una u otra razón, gozan de privilegios como los taxistas, los
repartidores de comercios, los propios comercios, etc.
El
modesto conductor privado que paga sus impuestos pero está excluido de
algunos servicios por muy poderosas razones; al que todo del mundo
demoniza como culpable por placer maligno de hacer el ambiente
irrespirable; y al que se arrincona y priva de plazas de
estacionamiento; al que se fuerza a dejar el coche, ofreciéndole luego
unos servicios paupérrimos. El mismo al que se bombardea después con
publicidad de todos los colores sobre la delicia de conducir un nuevo
modelo que traga millas por paisajes de ensueño. Algo necesario para
mantener una industria, la automovilística, cuya aportación al PIB es
muy alta y sin la cual el país no sobreviviría.
Son tres extremos: sostenbilidad viaria urbana, derechos de todos
los usuarios y estabilidad de una industria esencial. Conjugarlos
sabiamente es el deber del gobierno municipal en estrecha colaboración
con el autonómico y con el del país, ya que el plan toca asuntos que
exceden las competencias del primero.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED
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