Mario y  Ahmed
 han desaparecido al mismo tiempo y a ellos debo mi personal homenaje 
pese a su muy distinta dimensión social. 
Cito en primer lugar al navarro
 Mario Gaviria (nacido en 1938), un ciudadano a quien considero el 
primer ecologista de nuestra historia reciente; o al menos a quien mejor
 ha representado lo que yo entiendo por ecologista: alguien que asume 
los problemas ambientales en su explicación global (política, económica,
 cultural?), y actúa en consecuencia haciendo de su vida un esfuerzo 
continuado por el restablecimiento de las relaciones amistosas 
sociedad-naturaleza y la denuncia de cuanto se opone a ello. 
 A Mario lo conocí en mayo de 1974, en una de las reuniones que convocaba la revista Ciudadano
 para popularizar los problemas ambientales (en concreto, los nucleares)
 y concitar contactos y alianzas: en esa misma reunión asistían algunos 
procuradores en Cortes de los escasísimos que no eran franquistas, así 
como algunos directivos de la asociación Aeorma, que en esos momentos 
optaba por oponerse al sistema enarbolando banderas ecologistas, en 
primer lugar, la antinuclear. 
En junio de ese mismo año y en Benidorm, 
celebramos una reunión determinante un amplio grupo de 
'paleoecologistas' y sindicalistas y políticos en la clandestinidad. 
Aunque, sin embargo, supe de Gaviria algo antes, cuando mi primo Paco Rabal, que me apoyaba con entusiasmo en el rechazo al proyecto nuclear de Cabo Cope, me advirtió que la revista Triunfo acababa de publicar (2 de febrero de 1974) un artículo de Mario, La amenaza de la energía nuclear, que nos venía al pelo; y se encargó de localizarlo. 
El caso es que desde esos meses primeros
 de 1974 hicimos causa común y nos mantuvimos próximos, con numerosas 
intervenciones conjuntas contra representantes del sector eléctrico; en 
septiembre de ese año lo trajimos a Lorca a la reunión constitutiva de 
Aeorma-Sureste, que presidía Pedro Guerrero. Fui 
conociéndolo en todas sus facetas, ya que Mario (que había estudiado 
Derecho, aunque nunca lo ejerció) optó tempranamente por la 
investigación sociológica urbana. 
Y descubrí que también era pionero en 
otras dos actividades reivindicativas: la crítica del turismo de masas, 
con numerosos trabajos y un gran proyecto en curso en esos años 
(Benidorm, Ciudad Nueva), y la crítica socioecológica de las autopistas 
de peaje, concretamente la del Mediterráneo, en construcción en el 
litoral de Valencia y Alicante. Por supuesto, también fue el primer 
crítico antinuclear, con José Allende, de Bilbao (a ambos los contacté en esos mismos meses). 
 Aquellos
 eran, para mí, los años de hierro que siguieron al abandono de mi 
profesión ingenieril, y Mario, destacadamente generoso, me auxilió 
vinculándome a varios proyectos que lideraba, y que se convertirían en 
libros futuros, como El Bajo Aragón expoliado (1977) y  Extremadura saqueada
 (1978), entre otros. Pero ya digo que coincidimos en muchos terrenos de
 batalla (no puedo olvidar la confrontación con Iberduero en agosto de 
1974, en San Sebastián, a la que también asistieron los lorquinos Pedro 
Guerrero y Vicente Ruiz), y esto ha sido así hasta hace
 bien poco, cuando convocó en su casa de Cortes (Navarra) a 
antinucleares de toda la cuenca del Ebro para presionar contra Garoña y 
darle la puntilla a esa dichosa central. Y debido a su carácter, 
experiencia y amplia formación, siempre lo hemos considerado el 
verdadero líder de entre los primeros ecologistas y los primeros 
antitinucleares. 
 Es
 verdad que no pudimos coincidir en todo (ni falta que hacía) y él sabía
 que su optimismo sobre el desarrollo y el futuro de España en el 
entorno europeo no lo compartía en absoluto, y así lo expresé, 
fraternalmente, cuando tuve ocasión. Pero siempre admiré su intuición, 
penetración y gracejo riberano, que yo consideraba realmente luminosos, 
así como su vigor en el trabajo, que siempre quiso, y pudo, hacerlo 
compatible y simultáneo con lo lúdico, y esta es otra de las cualidades 
peculiares que sus amigos retenemos en la memoria. 
 A
 Ahmed Bujari (nacido en 1952) lo conocí en mi primer viaje al Sahara 
Occidental, en agosto de 1976, cuando era uno de los dinámicos 
estudiantes volcados en el buen transcurso de la celebración del III 
Congreso del Frente Polisario, en la dura hamada de Tinduf. Y pronto 
supimos todos los que nos solidarizábamos con la causa saharaui que se 
iba abriendo camino, por sus cualidades, en el liderazgo de la 
organización político-institucional del pueblo saharaui expulsado de su 
tierra y empeñado en que el mundo atendiera a sus derechos. 
Bujari se 
licenció en Derecho en La Laguna y en Ciencias Políticas en la 
Complutense, dotándose de una sólida formación que, llegado el momento, 
le hizo ocupar el duro, a la vez que delicado, papel de representante 
saharaui en Naciones Unidas, con un estatus discreto al que supo obtener
 el máximo provecho a partir de sus habilidades y de la entrega 
apasionada a su pueblo. 
 A mí 
me encantaba hablar de política con él, y no sólo del problema saharaui,
 ya que se convirtió en un verdadero experto en la teoría y realidad del
 tercermundismo, en especial el ámbito árabe-africano. En uno de mis 
viajes a Argelia, esta vez acompañado del profesor murciano Alfonso Carmona, tuve una muy provechosa conversación con él, que convertí en entrevista para Triunfo ( El acuerdo tripartito es un cadáver, 25
 de noviembre de 1978), el semanario en el que publiqué el resultado de 
mis viajes al Sahara. 
Hace unos años lo reencontré por última vez en 
Madrid, en un acto en el que también abracé al líder saharaui, Mohammed Abdelaziz,
 y con su sonrisa cómplice me recordó que hacía mucho que no escribía 
nada sobre la causa saharaui a lo que sólo pude responder con otra 
sonrisa, algo culpable, y mis disculpas reconociendo que, ante el 
bloqueo internacional de la situación, no me consideraba capaz de 
aportar nada nuevo. 
 Rememoro a
 estas dos personalidades, que han servido a causas bien distintas, que 
yo asumí haciéndolas mías en gran medida, por su influjo y ejemplo.
(*) Ingeniero y profesor jubilado
http://www.laopiniondemurcia.es/opinion/2018/04/17/referentes-perdidas/914391.html

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