Un tuit de la dirigente y portavoz de Podemos en el 
Congreso de los Diputados, Irene Montero, explicaba ayer que 
parlamentarios del PP gritaron “¡No volváis!” cuando los representantes 
de ERC y del PDECat abandonaron el hemiciclo, en protesta por la 
represión impulsada por el Gobierno en Catalunya. 
“¡No volváis!” es una 
frase que anuncia una voluntad de exclusión explícita, un lema que lo 
resume todo: no os queremos aquí, pero sí queremos que Catalunya siga 
formando parte del Reino de España. El momento me recordó un viejo 
chiste según el cual un españolista reaccionario suelta esta paradójica 
sentencia: “Qué bonito es Catalunya, lástima que esté llena de 
catalanes”.
El grito “¡No volváis!” que salió de la boca sincera de 
diputados conservadores nos indica tres cosas. En primer lugar, la 
mentalidad puramente colonial de unos determinados políticos. 
Colonialismo es –y del peor– reclamar el dominio eterno sobre un 
territorio pero no querer, en cambio, escuchar ni ver a aquellos  
indígenas que no dicen “sí, bwana”. 
En segundo lugar, nos recuerda que 
los separadores, en España, surgieron mucho antes que los separatistas; 
en este sentido, vale la pena leer la biografía del conde duque de 
Olivares que escribió Gregorio Marañón, donde el célebre médico subraya 
que el “pecado principal” del personaje fue “el eterno pecado de la 
incomprensión por el Gobierno central de la psicología del pueblo 
catalán y, en consecuencia, la técnica inconveniente con que fue 
tratado”. 
Y en tercer lugar, la negativa a hacer política y a escuchar 
los argumentos de los adversarios, como si su ausencia de la Cámara Baja
 resolviera el problema.
Mientras ayer al mediodía paseaba por el centro de 
Barcelona, donde las protestas de muchos ante la Conselleria d’Economia 
convivían con el aperitivo que otros tomaban tranquilamente en las 
terrazas soleadas, pensé en el mucho trabajo hecho por los separadores 
hasta hoy en día. Unos separadores que, de tan integrados en la cultura 
política española, ya no son percibidos como tales. Separadores como los
 que impulsaron las firmas contra el Estatut del 2006, separadores como 
los que proclamaron que preferían una empresa alemana antes que una 
catalana para la opa sobre Endesa, separadores como los que consideran 
normal que un catalán no pueda llegar a jefe del Gobierno, separadores 
como los que creen que hablamos la lengua catalana para molestar, 
separadores que respetan todas las identidades del planeta excepto la de
 aquí porque afirman que es “un invento de la burguesía”, separadores 
que han querido humillar a miles de ciudadanos de Catalunya durante 
años, desde diarios y tertulias de radio y televisión... 
Ahora, los 
separadores piden mano dura contra los separatistas. Ahora, han llegado 
tarde.
La mano dura no detendrá el independentismo. Las 
detenciones quizás impedirán el referéndum, pero harán crecer a los 
partidarios de la secesión. Ayer, algunos conocidos me confesaban su 
conversión a la cosa estelada, por obra y gracia del estilo turco de 
Rajoy. Lo explico sobre todo para los que lean  La Vanguardia en Madrid:
 una gran mayoría ha perdido el miedo. Cuando no te sientes respetado 
–lean el magnífico artículo de Antoni Puigverd del lunes– sólo te queda 
respetarte a ti mismo. Los que han dicho “basta” no son fanáticos, ni 
locos, ni abducidos, ni adoctrinados. Las personas que han dicho “basta”
 han dejado de vivir en la resignación y se han dado una oportunidad. 
Incluso discrepando de la estrategia de los políticos independentistas, 
incluso distanciándose de ciertas fraseologías o estéticas. Por eso las 
amenazas no tienen efecto sobre miles de catalanes y eso es, 
objetivamente, una fractura irreversible de la autoridad del Estado en 
la sociedad catalana. Rajoy debería saber que el concepto de España que 
él quiere mantener a fuerza de prohibiciones, suspensiones, 
inhabilitaciones, multas, registros y presiones es mercancía defectuosa 
en Catalunya. 
Por eso los contrarios a la independencia no consiguen 
hacer grandes manifestaciones y por eso el frikismo y la ultraderecha 
patrimonializan, por ejemplo, el 12 de Octubre. No es sólo que el 
independentismo tenga un relato atractivo y los otros no, es que la 
pulsión separadora hace sospechosa a ojos de la ortodoxia todo 
patriotismo español que no se base en la jaula y el castigo. Podemos y 
los comunes –que ensayan una narrativa alternativa– son percibidos como 
un alien en la nave del Estado.
El problema de fondo no es el catalanismo político 
(ahora soberanismo rupturista), sino la sospecha estructural sobre la 
catalanidad, entendida esta como una identidad molesta (extraña) que 
amenaza el ser del Estado nación. El centralismo ve la catalanidad 
(dinámica, integradora y abierta) como una anomalía, un residuo y un 
obstáculo para que la identidad española genere unas lealtades fuertes 
que, a su vez, deberían convertir España en la Francia que no ha podido 
ser. El grito “¡No volváis!” expresa la triste impotencia de los que 
sólo saben lo que son cuando niegan el derecho a ser de otros.
 (*) Periodista y profesor

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