El Consejo de la Transparencia tomó ayer el camino equivocado, el que lo
 arrastrará a la futilidad si no remonta su encogimiento de ánimo y se 
convierte en el guardián de las esencias. Tal es, que sepamos, su razón 
de ser, de la que ayer desertó, embaucado por la zorrería del PP, que le
 ganó la partida antes de tirar los dados. Llegó el representante 
popular a la reunión acusando a José Molina, su presidente, de convertir
 el Consejo en su cortijo, y llamándole comisario político de PSOE y 
Podemos. Y se salió con la suya, a juzgar por el resultado de la sesión. 
Tuvo el Consejo la oportunidad de vivir su minuto de gloria, pero la 
marró. Más aún: tenía el deber de iluminar a la sociedad, la noble 
obligación de pronunciarse acerca de si el presidente de la Comunidad 
Autónoma incurre estos días en fraude de ley, por su interesada 
interpretación del artículo 54 de la ley regional de Transparencia (el 
que habla de los imputados por corrupción), o si es la oposición quien 
hace una lectura espuria de la norma. Que el PP y la oposición discrepen
 al respecto no aporta sino confusión. Más de lo mismo, mucho ruido. 
Es 
el Consejo de la Transparencia quien debería alumbrar en estos casos con
 una declaración valiente, en el sentido que tocara, y bien invitar a 
Pedro Antonio Sánchez a dimitir -en aplicación de la ley- o avalar su 
permanencia en el cargo. Porque el Consejo de la Transparencia, aunque 
desprovisto de competencias para desalojar al presidente, está, sin 
embargo, legitimado (¿quién mejor?) para alzar la voz y emplazarlo en 
público. Pero ayer optó por soltar al aire una filípica sobre «valores 
esenciales» y sobre «observancia de la ley», que para nada sirve. 
 Ninguna virtualidad tiene una ley -la de la Transparencia- que fue 
aprobada por unanimidad en la Asamblea Regional -también con los votos 
del PP-, si nadie hay que la haga cumplir. Ninguna utilidad tiene el 
Consejo de la Transparencia, si el Gobierno le niega el pan y la sal, la
 Asamblea y los ayuntamientos le regatean la fuerza legal que reclama, 
los partidos se pelean en su interior para tapar la realidad con 
cortinas de humo, los vocales no abren la boca, quizá para no molestar, y
 finalmente -cuando más se esperaba un esclarecedor dictamen- se resigna
 a soltar una perorata de cuatro líneas sobre la ética y el buen 
gobierno.
(*) Columnista
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