MADRID.- En su primer encuentro con un David Jiménez recién nombrado director de El Mundo,
el entonces ministro de Interior, Jorge Fernández Díaz, le hizo una
pregunta y le lanzó un aviso. Aquella fue “¿podemos contar con
vosotros?”, mientras este alertaba de que España se enfrentaba a
enemigos peligrosos. El político cerró el diálogo con una sentencia: “No
son tiempos para la neutralidad”.
Era 2015 y faltaban pocos meses para
las elecciones generales del 20 de diciembre. El Partido Popular quería
amarrar la victoria y revalidar a su candidato, Mariano Rajoy, como
inquilino de La Moncloa, pero los continuos escándalos por casos de
corrupción y los sondeos favorables a Podemos eran obstáculos serios.
Había que combatir la indecisión del electorado mandando un mensaje
claro. “La Razón y ABC no nos preocupan.
Ya sabemos que
están con nosotros y dirán que todo lo hacemos estupendamente. Pero
vosotros podéis decidir las elecciones, ahí están los indecisos, en El Mundo”,
aseguró el ministro al director del diario. La alusión a la no
neutralidad de estos tiempos es algo que Jiménez volvió a escuchar en
boca de otros ministros en varias ocasiones.
El párrafo anterior es uno de los pasajes más reveladores que se pueden leer en El director,
el libro en el que Jiménez airea cuestiones escabrosas relativas al
triángulo de amor bizarro entre prensa, poder y capital que marcaron su
año al frente de El Mundo.
La publicación no podría haber
encontrado mejor momento, ya que la declaración de Pablo Iglesias en la
Audiencia Nacional el 29 de marzo como perjudicado en el caso Tándem, la
causa contra el comisario José Manuel Villarejo, por el robo del
teléfono móvil de una persona de su equipo ha insuflado nuevos bríos al
conocimiento de la existencia de una trama que, desde el ministerio
encabezado por Fernández Díaz, proveía de información falsa sobre los
partidos de la oposición, particularmente Podemos, que era filtrada por
policías a medios que no hacían ascos a su publicación y le concedían
trato preferencial en sus portadas. Jiménez reconoce que escuchó por
primera vez el nombre de Villarejo al poco de asumir la dirección del
periódico y que dos de los reporteros le contaron que, desde hacía al
menos dos décadas, era “una de las principales fuentes de El Mundo y facilitador de la mayor parte de nuestras exclusivas”.
El director, publicado por Libros del K.O., tiene pinta de
convertirse en el fenómeno editorial de la temporada. El adelanto
lanzado por El Confidencial y el enganchón entre la periodista Ana
Pastor y Pablo Iglesias en el programa El Objetivo a cuenta de
unas presuntas amenazas del partido morado a la prensa que supuestamente
aparecen en sus páginas —ni rastro de ellas, una vez leído— han
generado ese salivar ante la aparición de un título prometedor que hará
ruido y que podría acarrear a la editorial una odisea como la que sufrió
el año pasado con el secuestro judicial de Fariña, el libro de
Nacho Carretero sobre el narcotráfico en Galicia.
Porque lo que cuenta
es tremendo y afecta a terminales muy sensibles. Nada novedoso, a qué
negarlo, para quien haya trabajado algún tiempo en la redacción de
cualquiera de las principales cabeceras de prensa pero sí muy impactante
para el resto, que en sus páginas puede confirmar intuiciones nunca
hasta ahora presentadas en público como certezas por alguien que ha
ostentado la mayor responsabilidad en una de las grandes fábricas de
realidad —de sus marcos, de lo que se puede o no hablar y desde donde—
en este país.
Lo que relata Jiménez resulta obsceno, por impúdico y por ser lo que
permanece alejado del proscenio, oculto a la vista del espectador: la
injerencia descarada y sin filtro de grandes empresarios y políticos en
el trabajo cotidiano de un director de periódico.
Las líneas editoriales
y la información publicada como resultado de un intercambio de favores
en las alturas y también de un juego de la silla en el que —ay— siempre
gana el más poderoso. Quien paga manda, y quien manda quiere mandar más.
Por descontado, la denuncia de lo que Jiménez coloca ahora en el
escaparate lleva muchos años constituyendo la razón de ser para
proyectos comunicativos como
El Salto, diametralmente opuestos a
esos modos de hacer y por ello condenados a la invisibilidad, la
irrelevancia y la subsistencia sin más red que las
personas suscritas. Pero esa es otra historia. O la misma, en verdad, aunque contada desde un lugar bien diferente.
A finales de abril de 2015, tras más de quince años como corresponsal
en Asia y otro posterior becado por la Universidad de Harvard, Jiménez
aterrizó en la dirección de un periódico herido por varios expedientes
de regulación de empleo, con las ventas cayendo en picado y sin la
influencia política de la que había presumido bajo la mano de su
fundador, Pedro J. Ramírez, fulminado en enero de 2014 por Antonio
Fernández-Galiano, presidente de Unidad Editorial, grupo empresarial
propietario de El Mundo cuya matriz es el conglomerado italiano
RCS MediaGroup. Un cese que Ramírez achacó a las presiones del Gobierno
de Rajoy por la publicación en el diario de las informaciones relativas a
los papeles de Bárcenas.
En el hotel Marriott East Side de Nueva York, Fernández-Galiano
propuso a Jiménez ser el nuevo director, sustituyendo a Casimiro García
Abadillo, quien había sucedido a Ramírez apenas un año antes. Una oferta
acompañada de la promesa del apoyo, los medios y el tiempo que la
empresa le brindaría para remozar El
Mundo.
Aceptó, se convirtió en el “más improbable de los
directores de periódicos” y pronto barruntó que lo que le aguardaba
desde La Segunda, como llama en el libro a la planta directiva de Unidad
Editorial, eran recortes presupuestarios, chantajes y abrazos más
falsos que los informes elaborados por la policía política.
Jiménez reconoce que no era la persona más idónea para el cargo
—“nunca había gestionado un equipo y no tenía el número de teléfono de
ningún político o empresario del país”— y no disimula su desdén por los
despachos, incluido el de dirección de El Mundo, que describe
como “uno de los mayores centros de influencia del país, cortejado por
reyes y jueces, ministros y celebridades, escritores y cantantes,
caciques y conseguidores”.
Pero en pocos meses se vio compartiendo mesa y
mantel en comidas privadas, de tú a tú, con Mariano Rajoy, Florentino
Pérez y Felipe VI. Una de las primeras personas en felicitarle por el
nombramiento, apenas instalado en el despacho, fue Esther Koplowitz,
presidenta de Fomento de Construcciones y Contratas (FCC). La
felicitación iba acompañada de una solicitud de reunión.
Lo más valioso de El director es que explicita la existencia
de una serie de pactos tácitos, no escritos, entre los grupos de
comunicación y las grandes empresas por los que ambas partes ganan y el
lector pierde. Una suerte de fondo de reptiles de carácter privado.
A
cambio de una vía de financiación extra que pudiera ser el flotador al
que agarrarse para cuadrar el balance de cuentas anual, las grandes
corporaciones se garantizan el silencio de los medios sobre sus malas
prácticas, sus desmanes o aquellas cuestiones que pueden empañar la
imagen de sus cargos directivos.
Es un sistema que Jiménez denomina Los Acuerdos por el que
Telefónica, el Banco Santander o El Corte Inglés, por ejemplo, devengan
cuantiosos intereses en forma de coberturas amables como contrapartida
por inyectar liquidez a las empresas informativas.
Va más allá de los
contratos publicitarios puesto que asegura que, en ocasiones, estas
cadenas de favores se establecen con empresas que no compran anuncios en
los medios. Jiménez ofrece como muestra una reunión con Francisco
González, entonces presidente del BBVA, en la que el alto emisario de
Unidad Editorial al que acompañaba lloró sobre el hombro del banquero
por la dificultad que estaba afrontando el grupo para cerrar el
presupuesto.
González dijo que lo arreglaría, sin más. Jiménez asegura
que el banco, al igual que otras compañías que cotizan en el Ibex 35,
dispone de una partida dedicada a “comprar favores periodísticos, ayudar
a crear diarios de periodistas afines y premiar a los líderes
mediáticos que ayudan a mejorar la imagen de su presidente”.
El episodio de mayor presión que enfrentó Jiménez sucedió por la
publicación de una información relativa a la participación de César
Alierta, en ese tiempo aún presidente de Telefónica, en un hotel en
Berlín que la justicia sospechaba había sido utilizado por Rodrigo Rato
para el blanqueo y evasión de capitales.
Desde La Segunda se hizo todo
lo posible para que la noticia no se publicara —desde recurrir al
chantaje al director (“hay decisiones que cuestan puestos de trabajo”,
le dijeron mirando a la redacción) a llamar a la imprenta a sus espaldas
para ordenar que pararan máquinas—, sin conseguirlo.
Jiménez también entona un sonoro mea culpa por lo que El Mundo
hizo con Victoria Rosell, jueza que se presentaba en la lista de
Podemos a las elecciones generales de diciembre de 2015 que sonaba como
titular de la cartera de Justicia si el partido accedía al poder.
Antes
de los comicios, el periódico dedicó varias portadas a las supuestas
irregularidades cometidas por Rosell denunciadas por el ministro de
Industria José Manuel Soria, quien unos meses después dimitiría tras no
dar explicaciones convincentes sobre su participación en empresas
familiares que aparecían en los papeles de Panamá.
Las publicaciones de El Mundo
se basaban en las actuaciones del juez Salvador Alba e ignoraban las
llamadas de la jueza en las que explicaba que era víctima de un complot
para arruinar su carrera política. Al final del proceso, la querella
contra Rosell quedó archivada y Alba fue procesado por cinco delitos,
entre ellos el de prevaricación judicial.
La trayectoria de Jiménez como director de
El Mundo concluyó
con una demanda contra la empresa por despido improcedente, acogiéndose
además a la cláusula de conciencia para los profesionales de la
información garantizada constitucionalmente y desarrollada en la
Ley Orgánica 2/1997,
de 19 de junio.
Antes de la celebración del juicio, Unidad Editorial y
el periodista pactaron un acuerdo de indemnización que incluía una
cláusula de confidencialidad que obliga a Jiménez a guardar silencio
pero que también recoge su “libertad de expresión constitucionalmente
reconocida”. Parece claro que el libro es fruto de esas cinco palabras.
En la redacción de El Mundo no ha sentado bien la publicación de El director.
Tanto entre Los Nobles —así se refiere al grupo de periodistas
veteranos con mando en plaza— como en redactores rasos hay resquemor. Se
entiende que, en el ajuste de cuentas que realiza, Jiménez no ha
escatimado munición contra quienes cumplían sus órdenes y también que
moldea un relato que le presenta como un mártir enfrentado a una causa
perdida de antemano, aunque no se ajuste a lo sucedido.
“Hay un claro
intento de venganza contra Fernández-Galiano y el director actual, pero
por el camino se venga de muchos redactores”, considera un cargo
intermedio de la redacción, quien también opina que Jiménez vende como
algo extraordinario lo que es común a cualquier director de periódico o
publicación: las presiones aparejadas a un cargo con esa responsabilidad
y sueldo.
Coinciden las fuentes consultadas por El Salto en calificar como extravagante y caótico el año que Jiménez dirigió El Mundo
y destacan su desconocimiento de rutinas básicas de una redacción como
el horario de las reuniones. ¿Por qué se le eligió como director,
entonces? En la Avenida de San Luis existe el convencimiento de que se
le nombró porque, por un lado, la empresa creía que podría modernizar el
periódico y, por otro, porque Fernández-Galiano le consideraba
fácilmente manipulable: una persona sin contactos en los círculos de
poder, que le iba a dejar hacer y deshacer a nivel político.
En opinión de un redactor bregado en varias secciones del periódico,
el diagnóstico que Jiménez hace en el libro es completamente acertado
—los medios grandes son meriendas de poder en las que la información
importa poco si no mueve palancas de poder, olvidándose del lector— pero
considera que no es la persona adecuada ni siquiera para hacer ese
diagnóstico: “Sabía qué era lo que había que arreglar pero no sabía por
qué las cosas eran así, porque no lo había conocido. Es como si pones a
un frutero a dirigir el periódico. Sabe qué es lo que va a querer leer
pero no sabe por qué las cosas son así. De pronto, abre la puerta de la
máquina y ve que la máquina funciona así y flipa. Y eso lo transmite el
libro”.
Otra voz de la redacción lo resume de manera muy descriptiva: “Fue como poner al frente de Marca a alguien a quien no le gusta el deporte. No era para él”.
Sí se reconoce, sin embargo, la voluntad de Jiménez de impulsar la
edición digital del diario y también una visión diferente a la de sus
predecesores en el cargo en cuanto al enfoque de los contenidos, como
explica otra fuente a El Salto: “La época de Casimiro fue
razonable, continuó con lo que hacía Pedro Jota pero menos atado al
rollo del poder.
David aportó la mirada de alguien a quien no le
interesa la política, le daba a los temas con interés humano un vuelo
que no se les había dado anteriormente. Y eso es importante porque es lo
que te moviliza lectores”.
En una semana frenética por la llegada de El director a librerías y por los sarpullidos que está provocando, Jiménez encuentra hueco para atender a El Salto.
¿Crees que hay alguna posibilidad de revertir ese ecosistema formado
por grandes directivos de empresas de comunicación y políticos en el que
los medios son palancas del poder que describes en el libro?
La relación entre los medios y el poder está contaminada y no será
fácil revertirla. Cuando dejas que algo se pudra durante tanto tiempo,
en parte gracias a la ley del silencio que los periodistas hemos
impuesto sobre nosotros mismos, no basta con la denuncia. Creo que hay
buenos periodistas en este país y eso no se nos debe olvidar. Pero los
problemas sistémicos del oficio los tendrá que arreglar la siguiente
generación de periodistas. Por eso el libro está dedicado a “los futuros
periodistas”: mi esperanza es que renueven la profesión y lideren su
regeneración. Pero lo van a tener muy difícil porque han sido condenados
a la precariedad, con sueldos míseros y condiciones de trabajo
inaceptables. Es muy difícil cambiar las cosas desde esa posición de
debilidad.
¿Hasta qué punto dirías que es una consecuencia inevitable derivada de que la propiedad de los medios sea de empresas privadas?
Estoy a favor de que existan medios de propiedad privada. La
cuestión es en qué manos y con qué independencia. No tiene la misma
responsabilidad alguien que produce información que un empresario
dedicado a fabricar lavadoras. Si tu lavadora está averiada, la ropa no
sale limpia, pero si es el periodismo el que está averiado, entonces hay
un impacto negativo en la sociedad.
La salud democrática se resiente, porque uno de los vigilantes del
sistema no hace su trabajo. El gran fracaso de la prensa fue convertirse
en parte del sistema que debía vigilar.
¿Pueden ser una solución las cooperativas de propiedad colectiva o la nacionalización de medios?
La nacionalización de medios privados es una medida propia de
dictaduras. Deben existir medios públicos independientes del poder
político y privados con los principios para cumplir su función. No
conozco ningún país donde medios nacionalizados sean independientes.
Quizá sí del poder económico, pero pasan a depender del político.
El diagnóstico que haces es el hecho previamente por medios que han funcionado desde la independencia más absoluta (Liberación
de Andrés Sorel, por ejemplo), no solo en su entendimiento teórico sino
en su praxis como proyectos de comunicación. ¿Es posible crear y
mantener un medio de comunicación que no obedezca a la lógica
empresarial?
La independencia de un medio solo es posible si depende de sus
lectores. Vuelvo a la lavadora. Es legítimo que uno quiera ganar dinero
haciendo periodismo, pero al ser un servicio público, educativo e
informativo, ese beneficio no puede estar por encima de la ética que
convierte el periodismo en un servicio para la gente. Si quieres ganar
dinero, sin tener que hacerte esas preguntas morales ni enfrentarse a la
posibilidad de tener que ganar menos a costa de contar la verdad,
entonces dedícate a otra cosa.
Quizá lo más importante del libro es que haces explícita la
existencia de lo que denominas Los Acuerdos. ¿A qué obligan Los
Acuerdos?
Son los pactos con los que el Ibex riega de dinero a los medios
tradicionales, ofreciendo en publicidad y patrocinios más dinero del que
les corresponde por audiencia. Pero esas empresas no son ONG, a cambio
de esos favores esperan un trato amable y protección para sus
directivos.
Y en sentido contrario, ¿a qué condenan a los medios que no quieren pasar por ahí?
Si no participas, tus posibilidades de subsistir son escasas. Sin
apenas modelos de suscripción, la prensa depende de una publicidad
institucional y privada que se utiliza para premiar a los amigos y
ahogar a los incómodos. Digamos que el terreno de juego está viciado en
favor de quienes aceptan ese trato no escrito por el que determinadas
empresas, instituciones o Gobiernos, a nivel local, regional o estatal,
utilizan sus recursos para condicionar los contenidos. El poder olió la
debilidad de los medios tras la crisis y lo aprovechó.
¿Un año de director es tiempo suficiente para conocer en profundidad ese entramado y contarlo en un libro?
Trabajé 20 años para El Mundo, aunque solo uno como director. A
veces se olvida. Pero sí: un año en esa posición es suficiente para
entender cómo funciona el sistema, cuáles son sus vicios y cómo de
difícil es romper las ataduras con el poder económico y político. Y te
sobran seis meses.
Hay quien puede pensar que algunas de las cosas que cuentas en el
libro las conoce cualquiera que haya trabajado tres meses en un
periódico grande. ¿Crees que lo que cuentas es extraordinario o lo que
lo hace extraordinario es que lo cuente una persona que dirigió El Mundo?
Un amigo periodista me decía el otro día que la crítica más
insostenible es la de quienes dicen: “Mira este qué pardillo,
sorprendido de que haya presiones”. Prueba hasta qué punto hemos
normalizado lo que no es normal. Todos los gobiernos presionan y tratan
de influir. Las empresas quieren buenas coberturas.
Pero aquí hablamos de periodistas despedidos por órdenes que llegan
desde despachos, el dinero de todos utilizado para castigar a los
independientes, medios digitales que chantajean a empresas para que
paguen dinero a cambio de no hablar mal de ellas, informadores al
servicio de las Cloacas del Estado... Nada de eso es normal y no ocurre
en la mayoría de las democracias.
¿Por qué crees que te eligieron como director si, como reconoces, tu perfil profesional no era el más adecuado para ese cargo?
Yo sí creo que tenía el perfil adecuado, si el cargo de director de
periódico fuera por méritos periodísticos. Había sido corresponsal
muchos años, reportero de guerra y jefe de nuestra delegación en Asia.
Había trabajado un año en transformación digital en Harvard. Había
publicado varios libros, alguno con éxito internacional. En otro
ambiente periodístico, donde se midieran los méritos profesionales, no
parecía un mal CV.
El problema es que de los directores de la prensa tradicional se espera que sean algo más: “ministroperiodistas”, lo llamo en El director.
Es casi un cargo político e institucional. ¿Por qué yo? Supongo que
pensaron que sería manejable, porque venía sin contactos en España —no
tenía el teléfono de un solo político o empresario del país— y porque
pensaron que los privilegios del cargo serían lo suficientemente
atractivos como para que aceptara compromisos morales. Se equivocaron.
Hay una cuestión importante relativa a la clase social que es cuando
desvelas una conversación en la que le dices a El Cardenal [así llama a
un alto directivo de Unidad Editorial] que quien lee El Mundo no
es la élite que dirige la empresa y que, por tanto, no se debe hacer un
periódico para satisfacer a esa élite. ¿Cómo se puede enfrentar esa
disonancia y hacer un medio de comunicación que sirva a los intereses
del público, de la mayoría social que no pertenece a los privilegiados
que poseen los medios de producción, y al tiempo satisfacer las
exigencias de esos accionistas e inversores?
Uno de los problemas de la prensa tradicional en España es que se ha
escrito para otros periodistas, políticos y empresarios de un círculo
que no es representativo de la sociedad. En el pasaje que mencionas
trato de hacer entender eso a un directivo que critica el contenido,
como si el diario le tuviera que gustar solo a él. Cuando uno lee The New York Times,
no siente que esté defendiendo los privilegios de una minoría o la
élite, a pesar de ser una empresa que aspira a ser rentable y ganar
dinero. No creo que sean incompatibles.
A mí me gustan mucho los medios non profit estadounidenses,
como ProPublica, que no tienen como objetivo ganar dinero, se financian
con donaciones e invierten todo su dinero en periodismo. Creo que habría
que replicarlos en España. Pero esos proyectos pueden convivir con
medios públicos independientes y privados que tengan como principio el
rigor y la búsqueda de la verdad.
Tras leer el libro, queda flotando un reproche obvio que se te puede
hacer: ¿por qué no cambiaste algunas de las cosas que ahora haces
públicas?
Cuando llegué me prometieron tiempo, medios y apoyo de la empresa.
Recibí un despido improcedente en un año, recortes durante los meses que
estuve en el cargo y presiones que atentaban contra la independencia
del diario. Por supuesto, cometí errores y en el libro quedan
reflejados.
Me habría gustado poner en marcha el proyecto que presenté a la
empresa, pero no lo permitieron. Nunca sabremos qué habría pasado si
hubieran dado una oportunidad a lo que quería hacer. Sigo pensando que
en El Mundo hay grandes periodistas y pésimos directivos. El día
que los segundos desaparezcan de la escena, ese talento servirá para
cambiar muchas cosas. Pienso que a mí no me dejaron, pero igualmente
legítimo es creer que no pude o no supe hacerlo.
En el libro asumes tu error en las publicaciones de El Mundo
referentes a Victoria Rosell, que quemaron la posibilidad de su entrada
en política. ¿No debería haber también la asunción de responsabilidad
por parte del medio?
Durante mi etapa, El Mundo publicó una serie de decisiones
judiciales del juez Salvador Alba que acusaban a Rosell de graves
irregularidades. Ese juez está hoy procesado y todo indica que participó
en una conspiración contra la magistrada. Yo opté por creer al juez y
considero que no hice las preguntas suficientes, ni atendí como debía a
los argumentos de Rosell cuando me advirtió de que se trataba de una
conspiración. Es una autocrítica personal, yo era el director y
responsable del contenido del diario. Mía es la responsabilidad de lo
que se publicó, no de quienes hoy están al frente del periódico.
No fue el único error y cometí otros que afectaron a personas de
otros partidos. La corrupción del PP ocupó más de 60 portadas y ellos
pensaban que era una campaña contra el Gobierno. El periódico publicaba
en mi etapa medio millar de noticias diarias entre web y papel. Hicimos
un buen trabajo en muchas ocasiones y seguro que pudimos hacerlo mejor
en otras.
¿Por qué los medios grandes quedan impunes cuando se demuestran errores de ese calibre? Si El
Salto, por ejemplo, publicase algo de esa naturaleza, la demanda
que nos caería obligaría a cerrar, seguramente. No te digo ya cosas como
toda la línea que llevó El Mundo en relación al 11M.
No es verdad que los medios grandes queden impunes. Los diarios
nacionales reciben constantes demandas. La mayoría son archivadas porque
no se sostienen. Y las que sí terminan en condenas. No hay ningún gran
diario que no haya recibido sentencias desfavorables por informaciones
erróneas.
Para mí, lo realmente importante es diferenciar entre el error y la
manipulación. No es lo mismo equivocarte en la búsqueda de la verdad que
buscar deliberadamente la mentira. Lo segundo, desgraciadamente, se
impone en un sector de la prensa.
En los últimos 30 años, en democracia, hay dos casos paradigmáticos
de persecución de medios por parte del poder en España, los de Egin y Egunkaria,
con cierres judiciales bajo acusaciones gravísimas que, años después,
quedaron en nada tras el proceso judicial. Sobre el cierre de Egin,
el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, llegó a alardear
de su “atrevimiento”, atribuyéndose una decisión que aparentemente
había sido judicial. ¿Cómo se puede reparar el daño a la libertad de
información que causan esos atrevimientos?
No conozco los detalles de esos dos casos, porque se produjeron
cuando estaba de corresponsal en el Extremo Oriente. Yo jamás defendería
el cierre de un medio de comunicación por parte de un Gobierno, incluso
estando en total desacuerdo con sus líneas editoriales. En todo caso,
si una información atenta contra leyes o derechos, debe ser la justicia
la que decida sobre sus autores y su medio, de acuerdo con la ley.
¿Temes la reacción de la empresa?
Hay dos reacciones previsibles. Una, que me demanden si consideran
que tienen algún motivo. Es su derecho. Creo que la editorial les
mandaría una nota de agradecimiento y el libro encontraría más lectores
todavía. Por mi parte, pondría toda mi determinación en defender mi
libertad de expresión, con la seguridad de que ganaría.
La otra opción es una campaña de destrucción de mi reputación. No
escribes un libro como este y recibes ramos de flores. Ha enfadado a
gente poderosa y poco acostumbrada a encajar. Pero creo que todo será
fútil: el libro ya no está en sus manos o en las mías. Cada lector
decidirá por sí mismo si lo que se dice en El director es cierto o
no. Puedes engañar a un lector en una página, quizá en un capítulo,
pero no en 300 páginas. Que decidan ellos sobre la autenticidad de mi
relato.