MADRID.- En España, la mayor parte del olivar es de secano y eso significa que,
cuando hay buenas cosechas, el precio de la aceituna se derrumba; pero
cuando hay malas y ese mismo precio se dispara, casi no hay aceitunas
que vender.
Todo ha ido bien porque, en fin, se trataba de utilizar terrenos poco
aprovechables para otra cosa; y, aunque los márgenes fueran pequeños,
la sucesión de las buenas y las malas cosechas iba equilibrando las
cuentas de un sector clave, pero escuálido.
En un contexto en que todo parece indicar que durante los próximos años las campañas malas van a ser cada vez más frecuentes, es un enorme problema.
Sobre todo porque el olivo tiene memoria. “El olivo
produce aceitunas en función de lo que ha crecido el año anterior. Si,
pongamos, en 2023 no crece mucho porque no ha tenido agua, en 2024 no
producirá mucho más porque no tiene crecimiento donde sostener esa
producción, aunque tenga agua”, explicaba en DAP Diego Barranco, catedrático de la Universidad de Córdoba en el Departamento de Agronomía de la Escuela de Ingenieros Agrónomos.
Cuando las malas cosechas son pocas, la "memoria del olivo" es algo
que usar a nuestro favor. Porque, aunque haya años malos, las peores
cosechas se ven amortiguadas por el año previo. En un contexto de sequía
recurrente, la memoria es la puntilla que le falta a un sector que va decreciendo poco a poco.
Y ese es justo el contexto en el que estamos. Si
miramos el histórico de datos, veremos que “en Andalucía se han llegado a
obtener buenas cosechas con 400 mm anuales”. Sin embargo, este año 2023
hay zonas de secano andaluzas “que no han recibido ni 200 mm”. Es, siendo
claros, un auténtico desastre. Un desastre que está sacando, año tras año, hectáreas de olivar fuera de producción.
Pero un desastre evitable. Porque no todo el olivar es tan mal negocio... si puedes regarlo. En ese caso, las cosechas se 'desvinculan' de
la cantidad de lluvia que caiga en el país y la "memoria" siempre juega
a nuestro favor. Esto se hace evidente en años como este: el precio de
la aceituna se ha disparado y, claro, los principales beneficiados son
los olivares de regadío.
Esto es una noticia excepcional, claro. Bastaría con mejorar las
instalaciones y añadir riego para revolucionar la producción (y
conseguir que el precio fuera más estable independientemente de la
meteorología).
El problema es que no podemos hacerlo. “Lo difícil
es disponer de agua porque ya la cuenca del Guadalquivir es deficitaria,
así que no se dan nuevas concesiones”, explicaba Barranco.
Esas
concesiones sí las tienen "parcelas históricas de otros cultivos que
siempre fueron regadío o los olivares que surgieron" directamente como
"de regadío".
Cuando hablamos de esto con Robert Glennon,
profesor de la Universidad de Arizona, lo deja claro: si queremos
encontrar soluciones, hay que forzar una mejor gestión del agua y crear
mecanismos sólidos que aborden de una vez temas como la tarificación del
agua y su asignación eficiente.
Y los que seguimos de cerca cómo se gestiona el agua en España (y hemos visto como casi 200 pueblos se quedaban sin agua potable
por una legislación que llevaba años aprobada, pero nadie se molestó en
implementar) sabemos que esto es una quimera. Más aún cuando en nuestro
país el 82,1% de los usos del agua los recoge ya el sector agrícola.
La crisis del aceite esconde otras muchas crisis. Una mala gestión de los recursos hídricos, una infinita sucesión de problemas laborales que se llevan arrastrando desde la Transición a la Democracia, un sector con márgenes pequeños, torpe y sin incentivos para evolucionar, un problema político que impide tomar medias estructurales... la crisis del precio del aceite esconde muchas cosas.
Y, conseguir que el sector siga vivo (si es eso lo que queremos como
sociedad), va a ser uno de los mayores retos de las próximas décadas.
Un sector camino del desastre
El aceite de marca (y, más
aún, si se trata de virgen extra) no baja de los nueve euros. No
obstante, esto es solo la anécdota. El problema está un paso más allá.
Una larguísima cuenta atrás.
Y es que, por mucho que nos sorprenda, el precio del aceite no parece
estar cerca de su pico. Y tiene cierta lógica. Hasta finales de
septiembre o principios de octubre, cuando la Junta de Andalucía publica el aforo del aceite de oliva, no hay una estimación precisa de cómo será la temporada del año que viene.
En ese momento, con lo que
quede del "enlace" (el excedente del año pasado) y las previsiones de la
próxima campaña, la industria podrá hacer números y ver en qué
situación nos encontramos.
Mientras tanto, y aunque es cierto que hay
toneladas de información y análisis sobre el sector, todo son
movimientos a tiendas.
No obstante, la situación pinta mal.
Muy mal, de hecho. Es cierto que un otoño lluvioso podría solucionarnos
parcialmente el problema, pero hay muchas cosas que ese otoño no podría
solucionar: que llevamos una campaña mala tras otra desde hace
demasiado.
El año pasado, por aterrizar
tan solo la campaña más cercana, recolectamos la mitad de lo que se
recolecta en un año normal. Unas 660.000 toneladas Y como el año anterior ya había sido malo, las tensiones en el mercado de aceite no han cesado en ningún momento.
Sobre todo, porque no es solo
una cuestión de la escasez de aceituna. Es también una cuestión del
precio de los costos de producción (energía, riego, fertilizantes, mano
de obra, gastos administrativos...). En el fondo, lo que está viviendo
el campo olivarero español es una tormenta perfecta. Una pésima tormenta
perfecta.
Del campo español, pero también del campo internacional. Tanto es así que, pese a que la producción turca se duplicó en la pasada campaña,
no pudo compensar la caída española. Y, aunque nuestra mala cosecha fue
una noticia fantástica para los productores turcos, los precios no se
han podido contener.
Caída del consumo. No nos llevemos a engaño, la subida
de precios se enfrente también a su contrapartida económica: la caída
del consumo. Lo llevamos comentando recurrentemente durante los últimos
años, el país está dejando de consumir aceite de oliva.
Crisis tras crisis (y con la mediación de un profundo cambio cultural y gastronómico), amplias capas de la población se han bajado de la cultura del aceite y la inmensa mayoría no ha regresado a ella.
¿Qué puede significar otra nueva crisis para este proceso de
desolivización de España? Pues esa es la gran pregunta. Sobre todo,
porque estos años van a suponer un desastre económico para nuestra
industria y la suma de la perdida de competitividad internacional y el
empequeñecimiento del mercado nacional pueden ser la puntilla que le
faltaba.