Como suele suceder en España desde el siglo de oro, la montaña del bragadoccio
tradicional, el energumenismo patrio, el vociferante franquismo, ha
parido un ratón. O 45.000 ratones, que viene a ser lo mismo. "Fuese y no
hubo nada".
Atruene
usted los aires con los clarines de combate, llame a los vivos, a los
muertos y a los de los luceros. Págueles, generoso, el viaje y añada un
bocata. Convoque a las legiones fraternas, los camaradas del fascio y a
los quintacolumnistas incrustados en otros partidos, especialmente el
PSOE.
Clame contra el ultraje a la unidad de la Patria. Denuncie la
Antiespaña separatista, exija la marcha del traidor Sánchez, obligado a
convocar al pueblo español a elecciones. Y, entre tanto, demande la
detención inmediata de los líderes independentistas en libertad.
Españoles: peligra la unidad que Franco nos encargó que preserváramos a
toda costa. Toque zafarrancho de emergencia nacional
A lo
cómico de los números se unen las inevitables anécdotas berlanguianas:
el ex-ministro del Interior, Fernández Díaz, el de la ley Mordaza, los
fiscales afiladores, la policía política, la demolición de los sistemas
sanitarios, las condecoraciones a la Virgen, el Valle de los Caídos y
las procesiones a Lourdes, aseguraba contundente que se manifestaba
porque "ya está bien de aguantar". Y, curiosamente, no se refería a él
mismo.
Esta
chufa fenomenal del integrismo español muestra con claridad meridiana
la situación actual en un sentido profundo. Tomo el título de una novela
de Benjamin Disraeli, Sybil o las dos naciones, que formula el
programa político del conservadurismo británico en el siglo XIX: la
reconciliación de los ricos y los pobres a base de denunciar la mísera
situación de estos.
Llama, pues, "naciones" a los ricos y a los pobres.
Una muestra de que el concepto de nación, siendo subjetivo, puede
aplicarse por cualquier motivo (por ejemplo, la lengua) siempre que sea
voluntariamente compartido por un pueblo.
Catalunya
es una nación por voluntad expresa de la mayoría de la población y
nadie, ningún tribunal, puede negarle esa condición. Lo ha demostrado
fehacientemente. La comparación más destructiva con la ridícula manifa
de ayer es con la participación en el referéndum del 1-O. A un
llamamiento en pro de la respectiva nación, al de la catalana acuden más
de dos millones en condiciones de amenaza, hostigamiento y represión,
mientras que al de la española solo lo hacen 45.000, en jornada
tranquila y con el viaje pagado.
Nadie
duda de que España sea una nación, aunque solo acudan a su angustioso
llamado 45.000 personas. Menos, pues, ha de dudarse de que lo sea
Catalunya, a cuyo llamado acuden millones. El derecho de Catalunya a ser
tratada como lo que es, una nación, es igual al de España. No más, pero
tampoco menos, y debe ser reconocido sin ambages como justo tributo a
la voluntad tozuda, secular, de los catalanes de perserverar en su ser
nacional. Quien falte al respeto a esta voluntad colectiva de otros no
puede tenerlo por la que supone propia.
Se
dirá que, si la convocatoria de Colón hubiera ido firmada por todos los
partidos españoles y no solo el trío de la bencina, la asistencia
hubiera sido muy otra. Es posible, aunque muy dudoso, y, desde luego,
impensable, dada la enemistad cerrada entre la derecha y la izquierda
españolas. Porque este es el problema: los nacionalistas españoles no
comparten la idea de España, mientras que los indepes catalanes sí
comparten la suya de Catalunya: una República independiente.
Cuando el servicio municipal de limpieza retire las ajadas banderas que ayer ondeaban al viento,
y se aquiete la barahúnda, se verá que España, el Estado español, no
tiene nada que ofrecer a Catalunya y, por eso, no quiere negociar. Se
verá también que tampoco está en condiciones de amenazar porque, en
contra de los augurios de los medios unionistas, carece de apoyo
popular. Y, por eso, no tiene otro remedio que negociar.
Sánchez
insiste en que el independentismo no es mayoritario en Catalunya. Nadie
sabe de dónde saca ese dato cuando los conocidos dicen lo contrario. Es
decir, Sánchez miente porque teme que, si se autoriza el referéndum, lo
pierde. Como todas las mentiras, se mueve en el terreno de la
confusión. Lo que sí está claro, en cambio, es que lo que no es
mayoritario en España es el unionismo vociferante, reaccionario,
nacional-católico y franquista.
Un
juego político democrático, propio de un Estado de derecho, abriría
está posibilidad. El coste para Sánchez sería alto, pero fugaz: bastará
con que olvide la machada de que, mientras él sea presidente del
gobierno, no reconocerá el derecho de autodeterminación. Si le molesta
tragarse sus recientes palabras (aunque en otras ocasiones no tuvo
reparos), sírvase de precedentes.
El rey Balduino de Bélgica abdicó
transitoriamente para no tener que sancionar una ley pro aborto que iba
contra sus convicciones. Pasada la ley, Balduino recuperó su trono. Haga
lo mismo Sánchez: pida una excedencia mientras se acuerda un referéndum
de autodeterminación en Catalunya, que es la única salida a este
conflicto.
Vuelva
el gobierno a la mesa de negociación, de donde no debió levantarse por
miedo a los energúmenos. Vuelva y entable negociaciones en las que pueda
hablarse de autodeterminación. Recupere el relator y hasta asciéndalo a
mediador. Era una buena idea. No se arredre por la farsa judicial.
Desentiéndase de ella. Es el mismo barullo que en Colón, pero con togas.
Y no me extrañaría que algunos magistrados hubieran ido a la
concentración. Lo de las presas y exiliados es una injusticia que ha de
resolverse; y de autodeterminación hay que hablar. Las ideas no muerden.
Muerden quienes las prohíben, y ahora se ha demostrado que los que las
prohíben quieren seguir mordiendo; pero ya no tienen dientes.
Solo los que quiera prestarle el gobierno con la excusa de la continuidad institucional.
(*) Catedrático emérito de Ciencia Política en la UNED