MADRID.- El caso de Ferran Mascarell (San Just Desvern, 1951), hoy delegado de la Generalitat en Madrid,
es una sinécdoque del estado de la cuestión catalana: un catalanista
socialdemócrata que partió peras con el federalismo español tras la
sentencia del Estatut del 2010 y hoy abraza un soberanismo desapasionado
pero convencido. Mascarell, que fue conseller de Cultura, publica Dos Estados (Arpa), un alegato en pos de un divorcio civilizado de Catalunya y España, con custodia compartida de afectos y vínculos. Hoy lo entrevista La Vanguardia.
Es un pensamiento extendido que España es un Estado fuerte y una
nación fallida, al contrario que Italia, por ejemplo. Sin embargo, usted
sostiene que España es un estado fracasado.
Bueno, porque no ha sabido resolver sus problemas en positivo, ha
desperdiciado las oportunidades que ha tenido de resolver el modelo
territorial. La más clara, la del 78. Frente a una oportunidad en la que
las distintas naciones –o las distintas sociedades civiles, por usar un
término más laico– que existían jugaron a favor de la construcción de
un Estado que sirviera para todos, el resultado ha sido el que ha sido. Y
esto tiene una causa que es una cierta apropiación del Estado por una
élite política con algunos añadidos substanciales, que ha convertido el
Estado en una especie de isla en la que no hay inclusividad. No hace
muchos días leí un comentario periodístico de Daron Acemoglu, uno de los
dos autores de este famoso libro sobre la pobreza, Por qué fracasan los
países (de Daron Acemoglu y James Robinson, Deusto S. A. Ediciones) que
estaba en Madrid. Decía que a España le hace falta una reforma
institucional muy a fondo. Tiene razón, España es una estructura
institucional absolutamente excluyente, por tanto, no inclusiva, a pesar
de sucesivas reformas. Y una parte importante de lo que ha sido la
sociedad española de los últimos doscientos años se percibe
absolutamente excluida, por sus acciones, por sus decisiones, por sus
políticas y por sus modos de hacer. Esta conclusión no la saco yo, en
tanto que lector catalán de la realidad española. En el libro del que
hablamos, Dos Estados, pongo de relieve los textos de prácticamente una
docena de autores españoles, y todos coinciden –algunos, activos en
política incluso a través del PP, a través del PSOE o Ciudadanos– en
señalar que el Estado español es un mal Estado, que no cumple bien sus
funciones, que no hace bien su tarea como instrumento al servicio de la
sociedad. Algunos incluso se atreven a afirmar que es uno de los peores
estados de Europa. Y la verdad es que la percepción que a mí me
transmiten algunos diplomáticos extranjeros cuando hablo con ellos es
muy parecida, en el sentido de que les resulta muy difícil de comprender
y mucho menos de explicar por qué es un Estado que no se reforma nunca a
sí mismo. Por qué es un Estado que ante un problema tan agudo como el
catalán no ofrece nada que se parezca a una propuesta. Lo razonable es
que hubiera algo así como un proyecto catalán enfrentado a una propuesta
del Estado. Pues no la hay. Lo que más se parece a una propuesta es la
famosa reforma de la Constitución que todo el mundo sabe, incluso el
mundo diplomático sabe, que es una forma de decir que nada se va a
modificar. Bueno, yo creo que el Estado español es un Estado fallido, un
Estado que no ha sabido construirse, por razones como las que he
comentado y que están en el origen de la revuelta catalana del 2010. En
ese año se produjo una revuelta catalana, y en el 2011 se produjo una
revuelta de una parte de la sociedad española, sobre todo de las nuevas
generaciones, con dos proyectos distintos, pero con un fondo parecido:
las dos son revueltas contra el Estado, un Estado que no funciona,
ineficiente y que no ha tenido la capacidad de reactivarse o de
reformularse a través del tiempo, eso que ya viene de Schumpeter: la
destrucción creativa, destruirse para mantenerse, para volver a crear.
El Estado español no ha sido capaz.
Tras la Transición, durante casi 20 años, parecía que había una
oportunidad de crear tímidamente una identidad compartida, y eso
comienza a torcerse en el cambio de siglo, con la reaparición de un tipo
de proyecto nacional español muy concreto…
Sí, claro, un proyecto que en realidad no ha dejado de existir. Ha
cambiado la textura del proyecto, en la medida en que el proyecto
nacionalista fue cambiado por el proyecto democrático, por la idea de
democracia. Pero el fondo es muy parecido. La idea de Ortega y Gasset y
su concepción respecto a la propiedad por parte del Estado de la
soberanía de las naciones sigue vigente en España. En el famoso discurso
de 1931, Ortega y Gasset dice aquello de que los catalanes somos gente
particularista, que nos gusta lo pequeño, que nos gusta ser una nación
pequeña cuando podríamos ser parte de una nación grande. Y dice que todo
eso lo pueden aceptar porque son conllevantes, pero hay algo que los
catalanes deberían entender que nunca se aceptará: que la soberanía no
sea del Estado. Y la soberanía nunca es del Estado, es de las naciones.
En España la soberanía sigue siendo aparentemente del Estado. Creo que
hay una línea de continuidad de este discurso del año 31, este fragmento
que casi nunca se quiere recordar y que es una nota muy propia del
autoritarismo de Estado de los años 30: Tiene una cierta línea de
continuidad con la conclusión que saca el Tribunal Constitucional del
Estatuto de 2006. Por tanto, en 1978, la Constitución es una puerta
abierta para muchos catalanes, en el sentido del Estado como una
propuesta en la que cupieran todos los españoles, y que pudiera ser
interpretado como un Estado-nación para unos, y simplemente como un
Estado para otros. Eso se derrumba a partir de finales del siglo XX y el
arranque del XXI, cuando además se empieza a percibir en la sociedad
catalana un malestar. Enric Juliana crea su famoso catalán emprenyat,
que es una artículo del año 2003, y en él se pone de relieve un cierto
malestar que no deja de crecer y se manifiesta con absoluta contundencia
en el debate del estatuto. Pero antes ya ha tenido todas aquellas
situaciones en Catalunya, en las que no funcionan los trenes, no
funciona el aeropuerto, todas aquellas historias que luego se traducen
en la respuesta del 2010. Es una respuesta masiva que en Madrid se sigue
pensando que es una respuesta orquestada por los partidos políticos, y
no es así. Ni el presidente José Montilla, ni el entonces jefe de la
oposición, Artur Mas, ni Pasqual Maragall, que ya se había retirado, ni
Oriol Junqueras, que todavía no había aparecido en escena, intervienen
en aquella situación. Ni siquiera existía la Asamblea Nacional de
Catalunya. Existía Omnium Cultural que es quien convoca aquella
manifestación. Todo eso no se quiere entender. Antes hablábamos de los
pensamientos que son como marcas que van haciendo surcos, unos sembrados
en que hay unas maneras de interpretar España que son muy difíciles de
cambiar. Es cierto, pero como yo no soy de la época de la posguerra,
creo que hay cosas que deberíamos ir aceptando para ir acercándonos a
una cierta comprensión del fenómeno. Porque si no, se seguirán diciendo
cosas tan simples sobre lo que está sucediendo en Catalunya y entre
Catalunya y el Estado, que no dan posibilidad de solución.
Empieza a ser aceptado por todos que el punto de ruptura es la sentencia del Estatut.
Sí, porque ahí se expresan demasiadas cosas. He hablado con algunas
de las personas que participaron en la reclamación ante el
Constitucional para anular aquel Estatuto firmado por el Rey, en los
primeros días de agosto de 2006, y me dicen que exageramos. Pero yo
tengo otra percepción como historiador y como político. Como político
había participado en la defensa del Estatuto, cuyo recorte me había
parecido mal, pero a pesar de todo insistí en términos federalistas en
que saliera adelante. Era un estatuto que pretendía resolver la idea de
nación, la idea de lengua, el sistema de financiación de Catalunya, y un
sistema de competencias que fuera real. Esas cuatro cosas. Aún hoy en
el mundo de las embajadas me preguntan con sorpresa cómo no fueron
aceptadas. El Estatuto era una idea de mejora del autogobierno y de
reforma federalizante, esas eran las dos cuestiones principales. Cuatro
años después, habiendo pasado todos los filtros, aprobación en
Catalunya, aprobación en Madrid, aprobación en referéndum, firma del
rey… cuando todo eso queda destruido, resultó un insulto a nuestra
actividad, un insulto a nuestra voluntad de construir algo en España. Yo
dejé entonces de ser federalista, y ahí digo que Catalunya necesita un
Estado que funcione. Y lo digo en este periódico, en un artículo que se
leyó bastante, y en el que sostenía que Catalunya necesita un Estado que
funcione. Pero el punto de partida no tiene nada que ver con el
nacionalismo, tiene que ver con el estatismo, si quieres, con la
necesidad de dotarse de un Estado en un tiempo difícil, complejo, en que
se apuntan percepciones de crisis. Necesitamos algo que funcione, y lo
que tenemos no funciona. Reitero muchas veces en este libro que el
Estado es una herramienta, es un instrumento y quien lo interprete como
otra cosa simplemente es nacionalista. Y en España los hay. El
catalanismo siempre ha sido de un nacionalismo de baja intensidad,
soportado por dos ideas: Catalunya es una nación, pues sí, y hay que
hacer frente a las durezas y resistencias del Estado español. Esta idea
no es mía, es de Joan Fuster, lo expresaba en los años ochenta. Siempre
decía que el catalanismo nació para hacer frente a las presiones, a la
voluntad asimilacionista del nacionalismo español. Y creo que es
bastante verdad, porque si observas con atención el catalanismo, más
allá de decir que Catalunya es una nación, nunca ha tenido aspectos
étnicos, ni agresivos desde el punto de vista de las fronteras, siempre
ha sido un planteamiento de colaboración con España. Creo que esta es la
realidad en la que estamos.
Utiliza categorías en el libro como la política heroica, la política aspiracional y la política servidora. Explíquelo.
El ideal es la política servidora. La política española es heroica, y
se corresponde con un nacionalismo heroico, con una idea de Estado
cerrado, excluyente, muy participado por los intereses de una élite. En
el caso catalán la política ha sido siempre más aspiracional. Está
montada, desde tiempos de Rius y Taulet, sobre la necesidad de algunos
objetivos de gran aspiración, en la medida en que siempre ha tenido, en
lugar de un instrumento favorable, que es el Estado, un instrumento
desfavorable. Por tanto, ha tenido características muy propias, muy
alejadas del Estado, muy aspiracionales, muy simbólicas. Y desde ese
punto de vista, muy poco de Estado. Yo creo que está por construir la
relación entre los catalanes y el Estado. Esbozo alguna idea en el
libro, vinculada a lo que es la propia tradición. Me pregunto, por
ejemplo, por qué Catalunya fue uno de los pocos lugares de Europa en el
que cuajó el anarcosindicalismo. Y creo que tiene que ver con la
distancia de la sociedad catalana respecto del Estado. De igual modo que
la pequeña burguesía catalana consideraba que el Estado, cuanto más
lejos, mejor. De modo que si haces una relación de aquellas profesiones
vinculadas directamente al Estado y cómo lo han aprovechado otras
sociedades como la madrileña, la vasca o la santanderina, y algunas que
han tenido una relación más potente, tengo la impresión de que los
catalanes nunca han sabido estar, nunca han querido, excepto unas élites
muy específicas. La relación entre Catalunya y el Estado está por
construir desde el punto de vista histórico, porque siempre ha sido
lejana. Se ha construido un modo de hacer política en el que lo estatal
está lejos, lo aspiracional es el punto de referencia. Otra es la
conclusión de lo que debe de ser la política, que desde mi punto de
vista debe ser política servidora. Todavía no lo es la catalana, lo
será. El proyecto político catalán tiene sentido en la medida en que
está vinculado a un ideal de país mejor que el que tenemos. Cuando tengo
tiempo de contar a mis conocidos de Madrid qué es lo que creo que
debería suceder, para qué quiero la independencia, cuando lo cuento,
algunos me dicen que, si somos capaces de hacer eso, se vienen a
Catalunya. El ser capaces de hacer eso es un proyecto de política
servidora, política al servicio de. Toda la política mundial debería
alejarse de esos modos en los que está en primer lugar lo propio para
vincularse a lo común. Y creo, de hecho, que el gran debate político que
se está produciendo en el mundo tiene que ver con eso: acaban ganando
determinadas candidaturas en el mundo porque tiene la impresión de que
las políticas tradicionales han dejado de ser servidoras.
El libro aboga por la virtud de dos Estados. ¿En qué medida un
Estado catalán puede ser beneficioso para un virtuoso Estado español?
El fracaso del Estado español es su enquistamiento, su anomalía, su
incapacidad de inclusión. Estamos en este punto. Mi convicción es que
seguimos en este punto, que es un debate farragoso, que no aporta
soluciones, ni a los ciudadanos españoles ni evidentemente a los
catalanes. A los españoles, porque los somete a un mal Estado que se
sostiene gracias a tener una especie de excusa, que es lo catalán, y una
especie de proveedor de fiscalidad que es lo catalán. A través de la
excusa catalana, y de la provisión catalana más o menos permanente de
fiscalidad, el Estado va tirando. No sirve, no es bueno, pero va
tirando. Creo que si Catalunya consigue articular su Estado en un
contexto de reset general de los estados en el que todos deberán cambiar
y remasterizar su propia idea de fondo, en el sentido de ser
instrumentos servidores de las comunidades –la crisis de la política es
la crisis del Estado que hemos conocido–, si Catalunya, decía, consigue
un Estado pequeño, bien dimensionado, sometido a ideales democráticos
articulados en torno a un Parlamento cercano a la gente, en un país con
una cierta capacidad para generar prosperidad y que es abierto y plural
desde lo demográfico, podría funcionar. No me resulta difícil pensar que
funcionase. Un país como España con una realidad como la española, en
la que creo que todo el mundo que se siente parte de la nación española
tiene derecho a sentirse como tal, yo no rechazo tal cosa, configurado
en torno a un Estado refundado necesariamente, que no tenga ni la excusa
ni la fiscalidad catalanas, pero que articule desde Santander hasta
Sevilla pasando por Madrid, con un potencial de riqueza notable, con una
cierta coherencia desde el punto de vista nacional, lo veo como un
Estado factible y funcional en un contexto europeo. Si eso lo metemos
todo en un contexto UE, y por tanto entendemos que las fronteras han
desaparecido, que los modos tradicionales defensivos de las
naciones-estado no son los que articulan el Estado, porque hoy el Estado
lo articula el bienestar, si eso somos capaces de imaginarlo en un
contexto geográfico que no va a cambar y somos capaces de imaginar un
acuerdo de colaboración profundo entre Catalunya y España por la
cantidad de lazos históricos, políticos, amicales, fraternales,
económicos… francamente si dedicáramos un cierto esfuerzo a eso y no a
lo que ahora tenemos, sacaríamos de ello mucho más rendimiento. Si lo
colocamos además en un contexto ibérico, en el que tanta pereza nos da
pensar pero que tampoco es una novedad histórica, y recordamos a los
nórdicos vemos que nos sirve de orientación. Los nórdicos hace 150 años
se peleaban, estaban todos bajo un mismo paraguas y las cosas no les
funcionaban especialmente bien. Consiguieron organizar cada uno su
autogobierno, una especie de acuerdo nórdico y de ahí ha salido una de
las regiones con mejor desarrollo de bienestar del mundo. Por qué no
pensar algo parecido como unos países nórdicos del Sur, unos países
ibéricos con una cierta capacidad de interacción. Los catalanes queremos
que a los españoles les vayan las cosas bien, y que les vayan las cosas
bien a los portugueses. Queremos un buen autogobierno. Pues por qué no
somos capaces de hacer un pequeño salto y empezar a pensar de otra
manera. Por qué alguien tiene que pensar que es propietario de
Catalunya, por qué los catalanes tenemos que pensar que lo españoles no
pueden ser felices en una nación en la que se sientan partícipes de un
proyecto compartido. Antes decíamos, qué es una sociedad: Un proyecto de
futuro, una cierta memoria compartida y un proyecto de participación en
el presente. Por qué no podemos repensar estas cosas sacándonos este
lastre de ideas que no nos llevan a ningún lado. La unidad, la unidad,
la unidad… Sí, ¿y el bienestar dónde está? ¿Y la identidad dónde está?
La identidad es construir futuro. ¿Los catalanes queremos reconstruir la
identidad de 1714? Eso solo lo piensan algunos en Madrid. Lo que está
sucediendo en Catalunya no tiene que ver con el pasado, la gente
reivindica los próximos treinta años, no los últimos trescientos.