En
el marco de la globalización económica, el sistema democrático se
enfrenta a una paradoja: los ciudadanos se desinteresan de la política,
tal y como lo demuestra el incremento de la abstención en muchas
elecciones. Pero, por otra parte, esos mismos ciudadanos desean
controlar mejor la acción pública y participar más en la elaboración de
proyectos que les conciernen directamente. ¿Cómo conciliar estas dos
tendencias?
Por
primera vez, hay en el planeta más sistemas democráticos y más
alternancias democráticas de Gobierno que nunca. Hace cuarenta años,
durante la transición en España, había apenas unas 30 democracias.
Actualmente, el número de países democráticos –en distintas fases de
consolidación– es superior, según la Organización de las Naciones Unidas
(ONU), a 85. O sea, la democracia se ha convertido en el sistema de
Gobierno con mayor legitimidad en el mundo global. Sin embargo, nunca
hemos estado tan descontentos con la democracia. Los síntomas de este
malestar son cada día más visibles. El número de posibles electores que
decide no votar es cada vez mayor. Según una encuesta realizada por
Gallup Internacional en 60 países “democráticos”, sólo uno de cada diez
encuestados pensaba que “el Gobierno de su país obedecía a la voluntad
del pueblo”.
En
muchos Estados democráticos se observa también el (re)surgimiento de
partidos de tradición antiparlamentaria, en su mayoría de derecha
populista o de extrema-derecha. Países de indiscutible tradición
democrática –Suiza, Dinamarca, Finlandia– están hoy gobernados por (o
gracias al apoyo de) partidos de extrema derecha que cuestionan la
legitimidad del funcionamiento democrático actual. Pero también muchos
ciudadanos corrientes, brutalmente golpeados por la crisis (véase, en
España, el Movimiento 15-M), cuestionan la sumisión del sistema
democrático a los nuevos megapoderes financieros y mediáticos. Existe,
pues, un rechazo respecto del funcionamiento actual de la democracia. La
confianza en los representantes políticos y en los partidos se está
erosionando. El sistema representativo parece incapaz de dar respuesta a
las nuevas exigencias políticas. Y un sector importante de población ya
no se contenta con la emisión de su voto cada tantos años, sino que
quiere participación.
En
esta situación, resulta cada vez más difícil llevar a cabo reformas o
tomar decisiones políticas de cierto alcance. Los intereses de poderosos
lobbies o grupos de presión, las campañas mediáticas, pero
también la defensa de derechos legítimos adquiridos por parte de
determinados grupos de ciudadanos, dificultan los cambios. La política
ya no se atreve a tocar ciertos temas y, si lo hace, tiene a veces que
enfrentarse a fuertes resistencias; en muchos casos debe dar marcha
atrás.
La
mayoría de los ciudadanos están convencidos de que la democracia es la
mejor fórmula de Gobierno existente pero, por otro lado, en mayoría
también, desconfían de sus representantes políticos y de los partidos.
Recordemos lo que decía nuestro amigo José Saramago: “Es verdad que
podemos votar. Es verdad que podemos, por delegación de la partícula de
soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a
través de un partido, escoger a nuestros representantes en el
Parlamento. Es cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales
representaciones y de las combinaciones políticas que la necesidad de
una mayoría impone, siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto,
pero es igualmente cierto que la posibilidad de acción democrática
comienza y acaba ahí. El elector podrá quitar del poder a un Gobierno
que no le agrade y poner otro en su lugar, pero su voto no ha tenido, no
tiene y nunca tendrá un efecto visible sobre la única fuerza real que
gobierna el mundo, y por lo tanto, su país y su persona: me refiero,
obviamente, al poder económico, en particular a la parte del mismo,
siempre en aumento, regida por las empresas multinacionales de acuerdo
con estrategias de dominio que nada tienen que ver con aquel bien común
al que, por definición, aspira la democracia”.
Es decir,
estamos frente a una paradoja dramática: nunca hemos tenido tanta
democracia, pero tampoco nunca ha habido tanta desafección y tanta
desconfianza con respecto a la democracia representativa. Entre las
causas de esa desafección podríamos citar las diez siguientes: 1)
Demasiadas desigualdades (ricos cada vez más ricos, pobres más pobres).
2) Crisis del Estado y de lo público, atacados por las teorías
neoliberales adictas al “Estado mínimo”. 3) Carencia de una sólida
cultura democrática. 4) Nefasto efecto de los casos de corrupción de
políticos (tan frecuentes en España). 5) Dificultades en la relación
entre los partidos y el resto de la sociedad civil. 6) Subordinación de
la actividad política a los poderes fácticos (mediáticos, económicos,
financieros). 7) Sumisión de los Gobiernos a las decisiones de
organizaciones supranacionales (y no democráticas) como el Banco Central Europeo (BCE), el G-20, el Fondo Monetario Internacional (FMI), el
Banco Mundial, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo
Económicos (OCDE), la Organización Mundial del Comercio (OMC), etc. 8)
Incremento de los enfrentamientos entre la sociedad civil y los
Gobiernos. 9) Discriminaciones o exclusiones hacia categorías sociales o
de género (inmigrantes, homosexuales, sin papeles, mujeres, gitanos,
musulmanes, etc.). 10) Dominación ideológica de grupos mediáticos que
asumen el papel de oposición, y defienden sus intereses y no los de los
ciudadanos.
En
muchos países, el crecimiento macroeconómico no se traduce en mejoras
en el nivel de vida de la población humilde, lo que crea malestar
microsocial. Existe un dato alarmante: una investigación realizada en
América Latina por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo
(PNUD) reveló que el 45% de los latinoamericanos decía preferir
someterse a una dictadura que les garantizase empleo y salario
suficiente a vivir en una democracia que no los sacara de la miseria...
Esto
significa que muchos de los desafíos para la democracia vienen de la
pobreza y de la desigualdad. Tocamos ahí el núcleo fundacional del
pensamiento democrático moderno. Jean Jacques Rousseau decía, en El
Contrato Social, que “el Estado social será ventajoso para los seres
humanos sólo cuando todos posean algo y ninguno tenga demasiado”.
Por
otra parte, en el marco de la globalización neoliberal, el Estado
pierde capacidad reguladora sobre un mercado que, a su vez, deja de ser
nacional. Las empresas transnacionales y los mercados financieros dejan
de necesitar al Estado como soporte. De esta manera, lo característico
hoy es el debilitamiento de los Estados. La era de los Estados
nacionales, y sobre todo, la era del Estado democrático, culminó con la
aparición de realidades políticas como los partidos de masas, la cultura
de masas y el convencimiento colectivo de que los súbditos dejaban de
ser súbditos (a los cuales se ordena) para convertirse en ciudadanos (a
los cuales hay que convencer).
Hoy,
el Estado nacional cede parte de sus poderes a instancias
supranacionales (por ejemplo, la Unión Europea) y también a instancias
subnacionales (en España, las autonomías), dado que globalización y
descentralización se dan, universalmente, como dos procesos coetáneos.
La globalización vuelve a la democracia menos relevante pues cada día
son menos las decisiones importantes que se toman dentro del ámbito de
los Estados nacionales. La “democracia realmente existente” vive, de ese
modo, un conjunto de transformaciones que la sitúan muy lejos de sus
tres modelos matrices: la reforma parlamentaria británica de 1689, la
revolución americana de 1776 y la Revolución Francesa de 1789. El
elector deja de ser un ciudadano (que hay que convencer) para convertirse en un consumidor (al cual hay que seducir).
En este panorama cultural, el ejercicio de la democracia representativa
deja de ser una actividad llena de sentido para convertirse, a ojos de
los ciudadanos, en un espectáculo interpretado por una “casta” ajena, en
el que no participa realmente.
Tenemos
así una doble transformación. Por un lado, la globalización ha
disminuido el peso del Estado nacional y la relevancia de la vida
política democrática. Y, por otro lado, la transformación cultural, que
lleva a la “tele-video-política”, ha erosionado la relación entre los
ciudadanos y la cosa pública.
Podemos decir que estamos, pues, en
una situación en la que los instrumentos de la democracia forjados
durante dos siglos dejan de ser eficaces. Y aunque parece que asistimos
al triunfo generalizado de la democracia, más bien asistimos al ocaso de
sus éxitos. Porque prevalece una marcada exclusión de la mayoría de la
población con respecto a la toma de decisiones sobre los asuntos
públicos. De manera que el consenso se reduce a minorías (la “casta”) no
representativas de la pluralidad de intereses de una sociedad.
Así
han emergido las exigencias de una “democracia directa” y de la
participación ciudadana en la gestión pública, que pueden verse como las
dos caras de la democracia participativa. Después de América Latina,
Europa vive hoy un debate entre democracia representativa y democracia
participativa. La principal expresión de la democracia participativa es
la “participación ciudadana”, un proceso mediante el cual el ciudadano
se suma, de forma individual o colectiva, a la toma de decisiones, al
control y a la ejecución de las decisiones en los asuntos públicos.
La
sociedad civil y algunos movimientos sociales estiman que los partidos
son los principales causantes de la desafección ciudadana frente a la
democracia. Es un debate, en nuestra opinión, estéril: no hay democracia
sin partidos y los males de los partidos son, en parte, los mismos que
aquejan a otros sectores de la sociedad. Pero los partidos deben asumir
que ellos solos ya no son suficientes para hacer democracia. Tienen que
reconstruir su legitimidad a base de transparencia y de democracia
interna. Y admitir que a la gente ya no le basta con depositar un voto
en las urnas cada cuatro o cinco años... Los ciudadanos ya no aceptan
ver su papel en el debate público limitado a eso.
Las
Constituciones de Venezuela (1999), de Ecuador (2008) y de Bolivia
(2009), entre las más avanzadas del mundo en esta materia, hablan de
“democracia participativa” y ya no de democracia representativa. Porque
se proponen, en efecto, democratizar la democracia. Aunque, en general,
hay consenso en torno a la necesidad de conservar la democracia
representativa, aparece ahora de forma evidente la necesidad de
fortalecer, dentro de ella, los mecanismos de participación para tratar
de superar el divorcio entre política y ciudadanía.
Recordemos
que la introducción de mecanismos de democracia directa (la iniciativa
legislativa popular y la consulta popular mediante plebiscito o
referéndum) no debilita a la democracia representativa. Lo demuestra el
hecho de que esos mecanismos existen, por ejemplo, en Suiza, en Italia,
en Estados Unidos y, cada vez más, en la Unión Europea. Existe también
el “mandato revocatorio”, que sólo se ha establecido, a escala nacional,
en Venezuela (incluso para el Presidente de la República). Venezuela es
el único país del mundo en el que se ha efectuado, en 2005, una
consulta popular para revocar el mandato presidencial. Ganada, por
cierto, por el Presidente Hugo Chávez. Pero la revocatoria local sí que
existe para instancias subnacionales (regionales, municipales) en otros
Estados latinoamericanos: Argentina, Colombia, Ecuador, Bolivia, Perú,
etc.
Finalmente,
lo que debe quedar claro es que nuestras democracias necesitan nuevos
pactos sociales y constitucionales (urgencia, en España, de una nueva
Constitución federal) para construir democracias de ciudadanos –y no
sólo democracias electorales– en la que no puede haber exclusiones.
Además, el modelo representativo no ha dado respuestas satisfactorias a
temas tan actuales como los problemas del medio ambiente, las amenazas a
la biodiversidad, el calentamiento global, el desempleo, el
envejecimiento demográfico de las sociedades europeas, la
cibervigilancia masiva, las migraciones, la marginación y la pobreza del
mundo.
Si
la democracia sigue siendo el modelo que mejor promueve el debate y el
diálogo como mecanismos de resolución de los conflictos sociales, el
sistema representativo impide una participación real y eficiente de la
ciudadanía. Resulta evidente, por consiguiente, que la defensa del bien
común a largo plazo sólo es posible con –y no contra– los movimientos
sociales y los ciudadanos. De ahí la urgencia de democratizar la
democracia.
(*) Periodista y profesor en la Universidad de 'La Sorbona'