Aunque los llamados Mandamientos de la
madre Iglesia (que no son suyos sino de un actor norteamericano muy
famoso cuyo nombre no me viene ahora) pertenecen al Antiguo Testamento, y
se supone que éste quedó derogado por el Nuevo, el ciertamente
liberador de los oprimidos, parece que las instituciones religiosas y
mundanas se empecinan en mantenernos bajo criterios morales propios de
ciudadanos idiotas, incapaces y dependientes. La moda de mantener
subvenciones públicas a centros educativos segregadores del alumnado en
función de su sexo y género no es una novedad. Ahí reside el problema:
en esta sociedad los poderes reales imponen un inmovilismo social,
político y ético. Tenemos la sensación de ir contínuamente hacia atrás,
cabeza bajo tierra.
Llamar educativo a un centro castrador tiene
guasa, pero adornarlo con dinero de todos es bautizar al ladrón de
cuello blanco. Los malos gobernantes (con frecuencia exquisitos
ladrones) tiran de moral rancia para distraer su pésima gestión. No
pueden evitarlo. ¿Alguien considera importante que los niños y las niñas
de otros vayan por separado a la escuela? Que hagan lo que quieran,
dirá el común de los ciudadanos.
Los padres interesados en que su
niño no se relacione con una niña dentro del colegio (¿cómo se las
apañarán cuando salgan?) tienen el cuajo de quejarse por pagar dos veces
su educación: mediante los comunes impuestos y al respectivo centro de
sus guajes. Ignoraba que les obligaran a hacerlo. Pero la realidad es la
contraria. La mayoría de los ciudadanos vemos como los centros públicos
dejan de percibir los presupuestos necesarios porque parte de nuestros
impuestos destinados a ello se van a abastecer centros educativos
exclusivistas y elitistas.
Lo de menos es separar a niños y niñas.
Ya se arreglarán. Lo que esconde ese criterio es una segregación social
a la que la derecha rancia e hipócrita no ha renunciado nunca. Recuerdo
un centro privado concertado, construido sobre suelo público por gracia
de nuestro alcalde, que como prueba para desmentir su elitismo
alardeaba de aceptar un 10% de alumnado en situación familiar precaria.
Siempre existirá la caridad burguesa. La equidad es una cosa más
compleja y al mundo le quedan cuatro días.
Por tanto, nada de
discutir durante horas sobre principios morales en torno al sexo de los
niños. Aquí lo que se busca es el negocio mediante la subvención
pública. Los mismos miserables que acusan a los sindicatos de vivir de
las subvenciones legalmente establecidas son en realidad quienes más se
afanan por no perderlas. Y si hay que tener al niño alejado de las
faldas en clase, pues que se ocupe por las tardes.
Nuestro
consejero de Educación tardó dos minutos en adherirse al ministro del
ramo. En Murcia, el Opus Dei dirige el dinero que circula hasta donde no
podemos imaginar. Si al señor Sotoca se le ocurriera otra cosa no
llegaría a la Feria, y perder el puesto es lo último. Esos centros
beneficiados con dinero público en sus privilegios no aceptarán jamás a
alumnos extraños. Extraños son todos aquellos que no pertenezcan a su
élite social, económica y política. La reserva blanca no va a ceder. Es
más, se refuerza con el dinero de aquellos mismos a los que excluye.
Usted
y yo, amado ciudadano, estamos pagando religiosamente para que nuestros
impuestos vayan a centros educativos donde nuestros hijos no pondrán
jamás un pie. Al mismo tiempo, este curso escolar va a ser negro para el
resto. De entrada, para que los colegios del Opus puedan ejercer una
barbaridad pedagógica (por tanto, educativa) y un atropello a los
ciudadanos, a su hijo le roban la beca de comedor, la ayuda para libros,
para transporte, le suben el IVA de materiales escolares, aumentan las
matrículas universitarias.
El consejero lo llama libertad de los
padres para elegir centro. En realidad es libertad para mantener los
privilegios, para no cruzarse con indeseables, para robarles sus
impuestos y sus derechos. El Opus no se mancha las manos, coloca a
servidores en los cargos adecuados.
(*) Concejal por Izquierda Unida-Verdes en el Ayuntamiento de Murcia