Una de las pruebas irrebatibles que se ha hecho imprescindible a la
hora de denunciar la falta de calidad de las universidades españolas es
la baja clasificación que obtienen en los rankings internacionales,
donde siempre aparecen del puesto 200 para arriba. Aunque la metodología
que utilizan estos rankings, basada fundamentalmente en la publicación
de artículos en revistas académicas de ciencias y tecnología en
detrimento de las humanidades o de otros aspectos relacionados con la
enseñanza, pueda ser discutible, son una buena orientación. Llorar y
lamentarse, como hace la Comisión Europea, de que estos criterios
siempre favorecen a las universidades norteamericanas, no sirve de mucho
cuando el resto del mundo los sigue a pies juntillas.
Sin embargo, en esta ocasión, me gustaría hablar de otros aspectos
que se suelen dejar de lado acerca de la experiencia universitaria en
España y que contribuyen activamente a su desprestigio.
El primero de ellos tiene que ver con el escaso interés que tiene
como experiencia vital. Mientras, por ejemplo, en Estados Unidos, ir a
la universidad supone un rito de paso, ya que suele implicar abandonar
el hogar paterno y enfrentarse a los desafíos de la vida cotidiana
(convivencia con otras personas, sexo, alcohol, trabajo, etcétera) en
solitario, en España ir a la universidad apenas supone para una mayoría
de estudiantes trasladarse a otro barrio y bajarse en otra parada de
autobús o estación de Metro. El resto de las constantes vitales, como
seguir viviendo en casa de los padres o salir con los mismos amigos,
permanecen inalterables. El riesgo en términos monetarios o coste de
oportunidad también es mínimo, ya que los alumnos españoles sólo vienen a
pagar el 15% de la matrícula (desde ahora el 30%). Un hieratismo que se
traslada a una enseñanza que empieza y termina en el aula y
fundamentalmente basada en atender a las explicaciones del profesor,
realizar exámenes y quizá escribir algún trabajo.
Esta capacidad de decidir por parte del universitario también se
manifiesta dentro del aula, donde la percepción de la autoridad del
profesor no liquida la posibilidad de un intercambio de ideas u
opiniones acerca de un determinado tema. El estudiante no siente
complejo de recoger el guante de una determinada pregunta del profesor
en voz alta y existe en general una buena predisposición a embarcarse en
el método socrático de búsqueda de la verdad, algo lejano en la
universidad española en la que el estudiante protege su libertad
marcando distancias con los profesores.
El escaso entusiasmo que en España suscita la experiencia
universitaria se agudiza por la inexistencia de un auténtico mercado
universitario y la ausencia de competencia entre los centros, ya que los
estudiantes no encuentran ningún motivo para ir a una universidad fuera
de su ciudad o región, ya que todas ofrecen más o menos lo mismo. Los
campus tienen todos más o menos la misma estética y el marketing y la
construcción de marca huelgan por su ausencia al tener una clientela
cautiva. No deja de llamarme la atención, en una de las universidades
con más estudiantes del mundo como es la Complutense, no ver ni una sola
sudadera con su logotipo por las calles o que en la facultad de
Ciencias de la Información la librería todavía tenga un formato de
ventanilla en el que los estudiantes ni siquiera tienen la oportunidad
de tener contacto físico con los libros.
La creación de universidades a la puerta de casa ha promovido el
localismo hasta niveles inimaginables hace décadas cuando al menos había
universitarios que se desplazaban a Madrid, Barcelona u otras ciudades a
ampliar horizontes. Este localismo también es favorecido por la
disponibilidad de fondos públicos de carácter regional que hacen que el
profesorado se centre en no pocas ocasiones en investigaciones de ámbito
muy local como requisito para acceder a los mismos.
En Estados Unidos la competencia se manifiesta en varios aspectos
fundamentales: la existencia de un mercado de profesores dispuestos a
moverse y que pueden contratarse con la misma libertad con la que una
empresa contrata a cualquier tipo de empleado; un mercado de estudiantes
que buscan recibir la mejor educación posible; y un mercado de empresas
y agencias que, en su mayoría con dinero privado, desarrollan
actividades investigadores en campos diversos.
Frente al complejo entramado burocrático que requiere la contratación
de profesores en la universidad española, la estadounidense se
caracteriza por la libre contratación de docentes. Enviar un currículum y
unas publicaciones, pasar una serie de entrevistas y realizar una
demostración docente son los requisitos para optar a una plaza de
profesor en cualquier universidad. La contratación es al 100% realizada a
gusto de los departamentos y el porcentaje de doctores que suelen
terminar en la misma universidad en la que realizaron el doctorado es
mínimo, justo al contrario de lo que sucede en la universidad española
donde la endogamia y las relaciones personales siguen poseyendo un alto
valor añadido. Mientras que en España la vida universitaria se asemeja a
la de un árbol, es decir, nacer, desarrollarse y morir en el mismo
sitio, en Estados Unidos el aperturismo genera una dinámica de
competencia entre las universidades por contratar a los mejores
profesores y entre profesores por realizar los méritos suficientes para
trabajar en los mejores centros.
La burocracia afecta fundamentalmente a la función pública, donde la
política de ascensos y los plazos están fijados de antemano. Me pregunto
qué motivación puede tener un profesor titular de universidad si tiene
garantizada una plaza de por vida y unos suplementos salariales que se
perciben en función de la antigüedad y con independencia de la calidad
de las clases o el número de publicaciones. Es, como casi todo en
España, una cuestión de dejar que pase el tiempo. Ello sin entrar en el
tema del tipo de incentivos que se ofrecen: las promociones una vez que
se tiene la plaza suponen 200 o 300 euros mensuales de diferencia. Al no
existir mercado por las altas barreras burocráticas se da la
circunstancia de que todos los profesores titulares cobran más o menos
lo mismo en cualquier universidad. ¿Se imaginan un profesor laureado de
la Universidad de Berkeley cobrando igual que otro en la Universidad
estatal de West Virginia?
Al igual que sucede en el mundo de la empresa, en el mundo de la
educación las universidades americanas tratan de ofrecer los mejores
productos, es decir, programas más interesantes y la mayor cantidad y
calidad de actividades posibles para captar los mejores estudiantes. Es
un fenómeno que se retroalimenta y recíproco, cuanto más prestigio
tienen los profesores de los departamentos, atraen mejores estudiantes y
viceversa. El resultado es una alta capacidad innovadora y gran
flexibilidad para adaptar los programas académicos a las necesidades de
los estudiantes y de toda la sociedad .
No en vano, en Norteamérica existen multitud de rankings que
establecen el prestigio de cada universidad según un conjunto de
parámetros como relación calidad-precio, atención al alumno, la calidad
del profesorado e incluso la calidad de vida en el campus. A diferencia
de España, los universitarios americanos no saben en qué universidad van
a terminar después de acabar high school (bachillerato). Lo normal es
solicitar plaza en varias universidades al mismo tiempo teniendo como
único criterio la calidad y no necesariamente la cercanía a su
domicilio. De hecho, toda aquella familia que puede permitírselo suele
enviar a sus hijos a estudiar a universidades fuera del área normal de
residencia al entender que favorece el crecimiento individual.
Una experiencia vital más rica y un mercado más abierto redundaría en
una mayor diversidad de estudiantes y de profesores que elevaría el
nivel académico general. España, gracias al idioma, al clima y a la
calidad de vida, podría tener opciones de atraer talento académico como
sucede en EEUU, donde no siempre el salario es lo más importante para
atraer a los mejores profesores. Pero para ello hay que tener el
liderazgo necesario para hacer reformas de verdad y no sólo recortes.
(*) César García
(Madrid, 1970), doctor en Ciencias de la Información por la Universidad
Complutense de Madrid, es actualmente profesor de comunicación en
la Central Washington University