Dos años después del fin de Lehman Brothers, aún no sabemos cuánto nos va a costar el rescate a los bancos y cajas españoles. Ya llevamos gastados unos 12.000 millones de euros y, desde el Gobierno, calculan que la factura final rondará los 30.000. Es lo que cuesta salvar al sistema financiero patrio de las secuelas de la crisis internacional y, en mayor medida, de sus excesos durante la burbuja inmobiliaria. Por si acaso, el fondo de rescate español, el FROB, está presupuestado con un máximo de 99.000 millones, no vaya a ser que esa banca pase hambre.
Es fácil perderse con tanto cero. Pero 30.000 millones de euros, para los de letras, es cerca del 3% del PIB español. Es el doble del tijeretazo del déficit. Es casi ocho veces el recorte del sueldo a los funcionarios. Es 20 veces el ajuste de las pensiones. O es 50 veces lo que cuesta el plan de rescate para los parados de larga duración.
30.000 millones de euros en un país destrozado por la crisis es un inmenso montón de razones para que los responsables de esos bancos y cajas a los que ha salvado de sus errores el dinero de todos se escondan en una cueva y no salgan de allí hasta que se olvide su vergüenza. Pues no. Aún nos dan lecciones.
Con el desparpajo habitual del sector, el director general de la Fundación de las Cajas de Ahorro, Victorio Valle, calificó de “imbecilidad” la propuesta de esa mínima tasa a las transacciones financieras que respaldan algunos países de la Unión Europea y que pidió el lunes en la ONU Zapatero. Una imbecilidad, es decir, algo propio de imbéciles. Y tiene razón. Somos imbéciles, completa, absoluta y rematadamente imbéciles, si toleramos que el mismo sector financiero que hundió el planeta se vaya de rositas y encima nos insulte.