Si atendemos a los comunicados de, por ejemplo, la Asociación Médica de EEUU, deberíamos asegurarnos de que cada uno de nosotros y nosotras estemos bien lejos de la exposición a los pesticidas. Según dicen, “existe incertidumbre acerca de los efectos de la exposición prolongada a dosis bajas de pesticidas. Los sistemas de supervisión actuales son inadecuados para definir los riesgos potenciales relacionados con el uso de pesticidas y con enfermedades relacionadas con pesticidas. (…) Teniendo en cuenta esta falta de datos, es prudente limitar la exposición a pesticidas y usar los pesticidas químicos menos tóxicos o recurrir a alternativas no químicas”. Pero caminamos en el sentido contrario, porque, además de la exposición directa que sufren muchas personas, por ejemplo, trabajadoras y trabajadores agrícolas, todos, poco o mucho, acabamos tragando alguna clase de pesticidas transportados por los alimentos que contienen transgénicos, cuando tenemos –como recomienda la asociación– una alternativa, mejor dicho, un derecho, muy sencillo: disponer de comida libre de transgénicos.
En la actualidad, dos de los transgénicos más extendidos llegan, aunque sea en bajas dosis o como residuos, a nuestros platos. Soja bañada de un pesticida llamado glifosato y maíz que incorpora una toxina letal para los insectos.
La soja –no la confundamos con la usada en la alimentación asiática– nos llega desde el cono Sur de Latinoamérica y especialmente de Argentina, y su rasgo transgénico la hace inmortal a dicho pesticida; por lo tanto, se le riega y se le riega con esa sustancia. Aunque aquí no consumimos esa soja directamente, es la base de la alimentación de nuestra ganadería intensiva y un ingrediente importante de la comida industrial, donde la encontramos en forma de lecitina en la bollería, las salsas, las papillas, etc. ¿Y qué ocurre con los seres humanos que entran en contacto directo con el glifosato, como ocurre en muchas poblaciones de esas regiones?
Los datos empíricos son claros: malformaciones embrionarias, enfermedades dérmicas, respiratorias y aumento de casos de cáncer. Y en el laboratorio, cuando se estudia con animales, hay ya numerosos y rigurosos estudios muy preocupantes que han determinado, por ejemplo, que el glifosato puede inhibir el cese de la reproducción de una célula en ensayos sobre el erizo de mar; que la aplicación de glifosato sobre fuentes de agua con anfibios en desarrollo destruía el 70% de la biodiversidad de anfibios y el 86% en renacuajos; que hay una estrecha relación entre Linfoma No Hodgkin (un tipo de cáncer) y el glifosato; y, por último, los más conocidos estudios dirigidos por el doctor Gilles-Eric Seralini, de la Universidad de Caen en Francia y asesor de la Comisión Europea, que demuestra en unos trabajos publicados en la revista Scientific American que tal sustancia produce la muerte de las células embrionarias, placentarias y del cordón umbilical, dando origen a malformaciones, teratogénesis y tumores.
El mismo Dr. Seralini alerta, en un reciente estudio publicado en International Journal of Biological Science, sobre qué le pasa a los animales de experimentación alimentados con maíz con las toxinas Bt antes mencionadas: a los tres meses en los análisis de sangre encuentra un aumento de grasa en sangre, de azúcar y problemas de riñones y de hígado. Este maíz, aunque sólo está aprobado para alimentar ganado, lo tenemos más cerca. En España hay 100.000 hectáreas dedicadas al cultivo de maíz transgénico. La contaminación de este maíz a los cultivos convencionales o ecológicos para el consumo humano está demostrada. Saquen ustedes la conclusión.
Y ahora la Comisión Europea ha aprobado un nuevo cultivo transgénico, la patata. Al igual que el maíz y la soja (mayoritariamente de Monsanto, al igual que el glifosato requerido) se trata de un cultivo para usos industriales y piensos. Basf, propietaria de la frankenpatata, aspira a ganar unos 20 millones de euros al año. La modificación genética, esta vez, no tiene que ver con pesticidas, se trata de hacer más aprovechable su almidón, pero lleva, como alertan las organizaciones ambientalistas, genes resistentes a los antibióticos. ¿Y para qué le sirven en este caso? En el campo para nada. Sólo son utilizados como marcadores para localizar los genes modificados en los laboratorios. Pero, en cambio, si entran en la cadena alimentaria favorecerán la creación de resistencia de las bacterias a esos antibióticos. Y perderemos un recurso médico.
Estas son algunas de las hipótesis de los efectos sobre nuestra salud. Pero me queda uno. Miren, a medida que los transgénicos avanzan, desaparecen las pequeñas fincas productoras de alimentos diversos y de calidad. La soja arruina a las chacras y tambos y en Argentina han de recurrir entonces a alimentarse de carne producida intensivamente, siempre menos saludable que la producida extensivamente, sin nada más que sol y hierba. Y en España el avance del maíz significa la desaparición del pequeño hortelano y hortelana, y nos queda comer lechugas y tomates (porque no hay mucha más variedad) producidos bajo plásticos con mucha química encima.
¿Son los transgénicos la solución contra el hambre? Si no están destinados para el uso humano, está claro que no. Y si cuando nos los comemos nos pasa como a los ratoncitos, ¿por qué no se prohíben? Nuestra mesa está gobernada por Monsanto, Basf y compañía.
(*) Gustavo Duch es editor de la revista ‘Soberanía Alimentaria, Biodiversidad y Culturas’. Autor de ‘Lo que hay que tragar’. Diario 'Público'.