Sobre la pérdida de biodiversidad, baste decir que cada día desaparecen varias especies vegetales y animales. Los humanos somos unos recién llegados en la historia de la Tierra: la vida surgió hace 3.700 millones de años; el homo sapiens, hace unos 150.000 años. Pero, en apenas cinco siglos, desde la gran expansión europea, nos hemos convertido en la especie más depredadora y destructiva de todas, hasta el punto de que estamos causando la sexta gran extinción de la vida sobre la Tierra.
En cuanto a la acumulación de vertidos contaminantes, cada año producimos 10.000 millones de toneladas de residuos, la mayor parte en los países ricos; esta cifra aumenta a un ritmo del 7% anual; y más de la mitad no es recogida ni tratada para reducir sus efectos nocivos, así que acaba intoxicando los suelos, los ríos, el mar, el aire... Y esto no solo degrada los ecosistemas, sino que también acaba dañando la economía, la salud y la vida de los propios seres humanos, especialmente en los países más pobres.
La revolución industrial sustituyó la fuerza animal y humana por la de las máquinas, pero para mover las máquinas también sustituyó las energías limpias y renovables de la superficie terrestre (sol, agua y viento) por los combustibles fósiles extraídos del subsuelo (carbón, gas y petróleo), unos combustibles que están agotándose, son cada vez más caros y emiten gases causantes de enfermedades y del calentamiento global. El cambio climático, cuyas consecuencias ya estamos percibiendo, va a provocar transformaciones catastróficas de largo alcance, sobre todo si las grandes potencias, las corporaciones transnacionales y los consumidores de los países ricos no nos tomamos en serio la necesidad de modificar radicalmente nuestro insostenible sistema de producción, distribución y consumo, y nuestras irresponsables formas de movilidad motorizada y de ocupación del territorio.
El cuarto gran problema ecológico tiene que ver con la creciente escasez de agua dulce. En las últimas décadas, este recurso natural tan esencial para la vida ha comenzado a escasear por la combinación de cinco factores. En primer lugar, el crecimiento de la población mundial, que en apenas dos siglos se ha multiplicado por cuatro, pasando de 1.650 millones en 1900 a 6.500 en 2008, y que al ritmo actual llegará a 9.200 en 2050. Además, la población se está desplazando hacia las ciudades: en 1900, vivía en zonas urbanas solo el 25%, hoy es el 50% y la previsión es que se llegue al 75% en 2050. El crecimiento demográfico y su concentración en ciudades han hecho que durante el último siglo el consumo de agua se duplique cada veinte años, lo que está provocando la sobreexplotación y el agotamiento de las reservas hídricas, tanto en la superficie como en el subsuelo, especialmente por la expansión del sector agropecuario (que consume entre el 70 y el 80%).
A todo ello hay que añadir la degradación de las aguas provocada por los vertidos contaminantes, lo que impide su utilización o bien provoca intoxicaciones y enfermedades (la insalubridad del agua causa cada año diez veces más muertes que todas las guerras juntas); por último, todos estos problemas se están viendo agravados por el cambio climático, ya que el aumento de las temperaturas está trayendo consigo, al mismo tiempo, un mayor consumo de agua y una intensificación de las sequías (el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático, que agrupa a 2.500 científicos de todo el mundo, prevé que con una subida media de 2-3 grados habrá entre 1.100 y 3.300 millones de personas que sufrirán problemas muy graves de escasez de agua).
Ante esta situación, la gestión sostenible del agua se ha convertido en uno de los problemas mundiales más decisivos para la humanidad del siglo XXI, tal y como han señalado todos los expertos y los principales organismos internacionales, desde la ONU hasta la UE. Las guerras del agua habidas en el pasado pueden ser un juego de niños en comparación con lo que se nos avecina. Sin embargo, los gobiernos, las empresas y la mayor parte de la ciudadanía de los países ricos parecen vivir de espaldas a la realidad. En Estados Unidos se consumen 600 litros de agua por habitante al día; en Europa, más de 250; en Níger, sólo 15. España, aunque tiene un clima semiárido en el tercio sureste, aunque sufre la sequía más grave desde que se tienen mediciones y aunque se va a ver muy afectada por el cambio climático, es el país que más agua consume por habitante después de Estados Unidos y Canadá.
En cuanto a la Región de Murcia, entre 1987 y 2000 ha incrementado su regadío en un 23,4% y su suelo construido en un 62% (más del doble de la media nacional). A partir de la Ley del Suelo de 2001, ha recalificado suelo para construir más de 800.000 viviendas y ha puesto en funcionamiento unos 50 campos de golf (cada uno de ellos con un consumo de agua equivalente a una ciudad de 20.000 habitantes). La crisis inmobiliaria ha puesto al descubierto la quimera del ladrillo, pero el Gobierno regional, los empresarios del sector y la mayor parte de la ciudadanía murciana no han hecho un ejercicio de autocrítica, sino que una vez más han culpado de la crisis a los otros: Zapatero, los socialistas, los ecologistas, las otras comunidades españolas e incluso la Unión Europea. Son todos ellos los que «nos cierran el grifo del agua» y «no quieren que Murcia se desarrolle». Y eso después de contar con el mayor trasvase de España (Tajo-Segura), una inversión millonaria del gobierno Zapatero a través del programa AGUA e ingentes cantidades de dinero de la Unión Europea.
Es preciso poner en marcha una nueva política del agua, centrada en la contención de la demanda, el ahorro, la no contaminación, la depuración, la reutilización y la desalación, como ya se ha comenzado a hacer con el programa AGUA. Seguir enarbolando demagógicamente el «Agua para todos», como vienen haciendo Valcárcel y Camps desde 2004, es una demostración de hipocresía e insensatez. El objetivo de semejante estrategia no es otro que engañar a la ciudadanía con la ilusoria panacea del trasvase del Ebro, azuzar la hostilidad nacionalista entre comunidades y garantizarse así un poder plebiscitario en su propio feudo autonómico.
Una política del agua honesta y responsable debe comenzar por decirle a la ciudadanía que cada vez habrá menos agua para todos y que todos hemos de ponernos de acuerdo para gestionarla con una estrategia integral, sostenible y democrática.